In 2012, enough opioids were prescribed for every American to have a bottle of pills, and opioid overdoses killed more Americans than guns or car accidents.
[…]
We are all running from pain. Some of us take pills. Some of us coach serve while binge watching Netflix. Some of us read romance novels. We will do almost anything to distract ourselves from ourselves. Yet all these trying to insulate ourselves from pain seems only to have made our pain worse.
Anna Lembke, “Dopamine Nation”
En 2012, en EE. UU. se recetaron tantos opioides que alcanzaba para que cada persona tuviera su propio botecito. Una muestra gratuita de bienvenida al apocalipsis: ese año, murieron más personas por sobredosis que por armas o accidentes de coche.
Según Lembke, y estoy de acuerdo, todos huimos del dolor. Unos con pastillas. Otros enganchados a series que ni les gustan, pero algo hay que ver mientras ceno. Algunos se zambullen en novelas románticas con más clichés que sentido o en ensayos profundísimos para que todo el mundo piense que son la hostia de sabio. Hasta aquí creo que las tengo todas. Mea culpa.
Y luego están los que menos soporto: esos maricones que follan sin parar porque creen que eso les gusta y terminan enlazando un rollo con otro y sin poder hablar de otra cosa que de lo mucho que copulan. Pero están insatisfechos, frustrados y exhaustos por el esfuerzo de aparentar lo felices que son. Qué casualidad que casi todos son unos misóginos de cuidado; te lo digo yo que soy ese estereotipo de marica resentido que se cree el faro moral de Occidente.
Leyendo a Lembke soy capaz de verbalizar eso que intuitivamente ya sabía: cada uno con su droga. Lo importante es no quedarse solo con uno mismo, no vaya a ser que nos caigamos mal.
El problema es que tanta distracción no nos salva del dolor, lo amplifica. Es como ponerle una tirita a una fuga de gas: es una idea terrible, todos lo sabemos, pero lo haces porque patatas. Hay que ser feliz a tope y pasarlo genial. Y esto no solo es un veneno para tu estabilidad y tu bienestar, es que es una cuestión política.
Cuando el capitalismo te vende que lo respetable no solo es la productividad sino la felicidad y el placer inmediato, acabas yonqui perdido de la dopamina, rascando notificaciones de Grindr y likes en Instagram como si fueran pepitas de oro, pero infeliz y trabajando sin descanso para pagarte esas cosas que te han convencido de que necesitas.
Ser infeliz, estar triste o aburrido no es productivo. No genera riqueza. Que nos hayan convencido de que la felicidad es un estado irrenunciable de la vida humana es la perversión cultural más terrible que hemos sido capaces de crear.
La circuncisión está asociada al autismo. El estreñimiento se asocia con la enfermedad de Parkinson. La tasa de matrimonios tiene vinculación con la de suicidios. Pero esto no quiere decir que la circuncisión cause autismo, ni que el estreñimiento sea el culpable de desarrollar la enfermedad de Parkinson, ni tampoco que el matrimonio sea causa de suicidio. Es parte de la naturaleza humana creer que cuando dos cosas están asociadas de alguna forma una causa de la otra. Al fin y al cabo, la evolución ha llevado al ser humano a percibir el mundo de esta forma y a buscar pautas que se repiten en nuestro entorno. Esta actitud nos ayuda a evitar el peligro, obtener alimento, establecer contactos sociales y a muchas otras cosas. Pero a menudo nos precipitamos a la hora de sacar conclusiones acerca de qué causa qué.
Carl T. Bergstrom y Jevin D. West, «Contra la charlatanería»
En serio: deberíais leer este libro ya mismo. Y no lo digo en plan «tu vida depende de ello», sino más bien en plan «si quieres dejar de ser el pringado que se come todo lo que le dicen por redes, este libro te va a salvar la vida (o al menos un par de discusiones familiares)».
¿Qué es el «bullshit» y por qué deberías preocuparte?
Lo primero que hacen Bergstrom y West, los autores de Contra la charlatanería, es ponerle nombre a la bestia: «bullshit», que no es más que toda esa mierda cognitiva que nos meten por los ojos cada vez que abrimos Twitter (perdón, X), Instagram o cualquier red social donde reina la desinformación y los cuñaos son los amos de la conversación. Son todos esos datos que te ponen juntos para que tú deduzcas que un hecho es la causa de otro. O como cuando procesan estadísticamente unos datos no representativos, como con lo de la circuncisión y el autismo.
Que sí, que ese estudio es real y sí, los números parecen sostener las conclusiones. Pero para empezar, se trata de datos recogidos con una muestra homogénea de individuos musulmanes, inmigrantes y, por tanto, empobrecidos. Ojo al dato. Como se realizó en Dinamarca, la muestra no es en absoluto representativa de la población. Segundo problema. Y si además no controlas las variables que hay detrás de esta muestra (por ejemplo, saber cuáles son las causas de la inmigración, si la evaluación se ha realizado en la lengua materna de la muestra o la diferencia en el tipo de crianza) y la muestra es demasiado homogénea (e. d., no contaron datos de niños daneses, circuncidados o no), las conclusiones no valen ni para limpiarse el culo. Tampoco hace falta ser Einstein para preguntarse si la mitad de la población masculina de Israel es autista. Y lo dejo ahí porque me enciendo.
Si tienes un poco de sentido crítico —y si estás leyendo esto, quiero creer que sí—, ya te habrás dado cuenta de que la información falsa cse propaga como el olor a pedo en un coche cerrado. Especialmente cuando viene cargada de argumentos racistas, machistas, clasistas o simplemente estúpidos. Así que sí, es urgente ponerse las pilas con el pensamiento crítico o acabarás defendiendo sin querer al imbécil del novio de tu amiga en una cena de antiguos alumnos. Y nadie quiere eso. Ni aguantar al gilipollas ese, ni ir a la cena de antiguos alumnos.
Cuando los gráficos mienten más que hablan
Un ejemplo: una de las cosas más útiles del libro es cómo te enseñan a detectar trampas visuales. Porque sí, si los números pueden estar manipulados, los gráficos también mienten. Y si has visto alguna vez Antena 3, lo sabes.
Vamos con un ejemplo mítico: el gráfico de barras del 20 de diciembre de 2015, en plena vorágine electoral. Con un eje truncado de forma escandalosa, lograron que una diferencia relativamente pequeña pareciera una victoria aplastante. Parecía que el de Ciudadanos iba a ser presidente del Gobierno. Spoiler: no lo fue. Y no porque no le pusieran ganas, sino porque el gráfico era un burdo intento de manipulación.
La moraleja es doble: revisa siempre los ejes y escalas de los gráficos que te plantan delante. Las formas sí importan. Y lo segundo, ya que estamos, los informativos de Antena 3 son liberales en lo económico y gilipollas en lo social. Como todo lo que se autodenomina «de centro» y luego te mete miedo con la inmigración en prime time.
¿Por qué deberías leer «Contra la charlatanería»?
Te lo resumo: Te enseña a identificar y combatir la desinformación en la era digital, ayudándote a no caer en manipulaciones, bulos ni titulares tramposos. Y, por el mismo precio, mejorarás tu pensamiento crítico y ganarás herramientas prácticas para analizar la info que te llega cada día, tomar mejores decisiones y dejar de parecer un papagayo con WiFi.
Este libro no es solo para frikis de la ciencia o para periodistas. Es para cualquiera que esté harto de tragar con todo lo que le dicen por pantalla, sea la del televisor o la de tu móvil. No es una vacuna contra la estupidez mediática, pero si lo fuera, iría tocando ponérsela. Así que nada, lo dicho: léetelo, recomiéndaselo a tu cuñado, si es que lee, y empieza a mirar los gráficos, cuestiona los datos y pon cara de «a mí no me la cuelas, imbécil».
Lo que está pasando en Hungría no es una distopía sacada de Black Mirror, aunque ojalá lo fuera. El gobierno del fascista y ridículo Viktor Orbán ha metido mano a la Constitución para aprobar una reforma que parece escrita con tinta del siglo XIX, siendo generosos. Prohíben eventos públicos LGTBIQ+, como las marchas del Orgullo, y reducen el género a «hombre o mujer», negando la existencia de identidades trans e intersexuales. Cuesta creer que hayan dado luz verde al reconocimiento facial para identificar y multar a quienes se manifiesten pacíficamente. Todo esto, dicen, para “proteger el desarrollo infantil”, como si los maricones fueran el problema, y no la violencia, el porno o el capitalismo. Lo que acaban de hacer es recortar derechos como quien poda un bonsái: libertad de expresión, fuera. Libertad de reunión, a tomar por saco. La comunidad internacional buenrollista ya ha levantado la ceja: 22 embajadas europeas y hasta la Comisión Europea han condenado la medida. Aunque igual podrían ser un poco menos tibios con la represión y el retroceso autoritario de los derechos de la ciudadanía y se montan un «a ver si te callas» como hizo el campechano, aunque esta vez con razón. Deberíamos preocuparnos por este cambio en la constitución húngara, porque silencia a la comunidad LGTBIQ+, erosiona los principios democráticos del país y amenaza con contagiarse a los países vecinos de esta, nuestra Europa «civilizada». Hungría se merece algo mejor.
Lo peor es que esto no se va a quedar en Hungría. Con la ultraderecha viniéndose arriba en varios rincones de Europa, este tipo de recortes puede empezar a parecer normal si no nos andamos con ojo. Hoy prohíben el Orgullo allí, mañana aquí, y cuando nos demos cuenta estaremos celebrando «la ceremonia», como en Gilead. Toca, para variar, ponerse los tacones y defender nuestros derechos con uñas y dientes, pancartas y mucho brillibrilli, que es lo que les jode. No sólo empeora la situación de los maricones y las bolleras, por mencionar a alguien: es toda Hungría, un pueblo civilizado, la que sale perdiendo.
Cuando Orbán entre por la puerta grande del Infierno, le esperarán Satán y su corte de bolleras para ponerle bien de rímel y atarle frente a un televisor con Priscila, reina del desierto en bucle, por toda la eternidad. Viktor, cariño, deja a tus compatriotas vivir como les salga del coño y tómate un puñadito de sal, a ver si te da un infarto y nos alegras el día a los demás.
Pocas personas saben que cuando era pequeño me caí dentro de una lavadora mientras intentaba esconderme del monstruo que vivía en mi armario. Imaginaos el terror que le tengo a la lavadora. Y otra vez, con 20 años, casi pierdo un ojo por intentar ver si era verdad que las gafas de visión nocturna de los catálogos militares se podían construir con un rollo de papel de aluminio. Ahora hay secciones del supermercado por las que no puedo pasar por lo nervioso que me ponen. Las lavadoras y el papel de aluminio me generan ansiedad y a veces no puedo salir de casa.
Miento. Lo anterior es una tontería. Lo escribo sólo para introducir el post, para parecer un bicho raro y para despistar. Lo que sí es verdad es que escribo esto porque últimamente me he pillado muchas veces intentando entender por qué estoy triste, agotado, nervioso, acojonado, por qué me pongo en lo peor, por qué no me río, por qué he cambiado mi dieta habitual para pasarme a una compuesta de torreznos, ositos de gominola y culpa. ¿Qué podría salir mal con esta alimentación? Como me ha dicho una psicóloga, con esa voz de psicóloga que parece que todo está genial y que estar mal de la cabeza es comprensible y hasta deseable (para ella), quizá lo que me está pasando es un cuadro de “ansiedad generalizada”. Mira lo sorprendido que estoy. Mira, mira.
Para que te hagas una idea: la ansiedad generalizada es la que hace que pases una temporadita fenomenal en una casa abandonada y a oscuras, en compañía de tus terrores favoritos. La ansiedad generalizada es el Chicho Ibáñez Serrador de las patologías mentales. Ya verás qué bien lo vais a pasar tu ansiedad generalizada y tú. Prepárate para el pitorreo.
Algunos números sobre la ansiedad
Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente el 4% de la población mundial padece actualmente un trastorno de ansiedad. En 2019, esto representaba alrededor de 301 millones de personas en todo el mundo y sabemos que esas cifras aumentaron durante la pandemia. En cuanto a la probabilidad de experimentar ansiedad a lo largo de la vida, se estima que 1 de cada 4 personas tendrá algún problema de salud mental, incluyendo trastornos de ansiedad. Si bien las tasas de prevalencia varían entre países, una parte considerable de la población experimenta ansiedad, siendo el trastorno de ansiedad generalizada una de sus expresiones más habituales y una de las que más tendencia tiene a persistir y a alargarse en el tiempo.
Lo que vengo a decir es que si tú también estás montándote pelis de catástrofes en la cabeza como si fueras Roland Emmerich, bienvenido y bienvenida al Club de los Guionistas Muertos. Embarquémonos juntas en esta incierta, pero muy probable, invasión alienígena que acabará esclavizando a la humanidad y hacernos sufrir a cascoporro.
¿Qué es la ansiedad generalizada?
La ansiedad generalizada es como vivir con una alarma de incendios permanentemente encendida, pero sin fuego. Es un estado de alerta constante, como si algo malo fuera a pasar en cualquier momento, aunque no tengas ni idea de qué. Es un monstruo que está ahí y te va a comer cuando menos te lo esperes. No importa que no sepas qué monstruo es, qué aspecto tiene, ni que nadie más lo vea. Tu cuerpo está en tensión, el cerebro te va a mil intentando escapar de esa situación, y tú disfrutas lo más grande esperando esa tragedia que nunca llega. Hasta que eso pase, tú te sientes del culo, te parece que saltas por nada y montas unos dramas que a tu lado Blanche DuBois es la estabilidad mental personificada y está tomándose un cafelate con Escarlata O’Hara después de alcanzar el nirvana en un spa.
Pregunta importante: ¿qué es la ansiedad? No es lo mismo la ansiedad que estar estresado por el curro o nervioso porque tienes una cita. Eso es estrés, agobio, o cualquier otra reacción adaptativa a situaciones cotidianas de la vida. Si estás en una situación límite porque has perdido tu casa en un incendio en el que ha muerto toda tu familia y además tu canción favorita no ha Eurovision, es normal y razonable que estés jodido y que te sientas del culo. Es más, cualquiera entiende que lo de que las votaciones del jurado de Montenegro es un horror de proporciones nunca vistas y es normal que estés hundido, triste y desesperanzado. Es normal que estas situaciones configuren una experiencia negativa; eso significa que te estás adaptando a la situación para valorar qué alternativas de acción tienes y reaccionar.
Pero la ansiedad es otra cosa. Es un estado psicológico y físico más profundo, más constante y, a menudo, sin una causa clara o evidente. Es como si tu cerebro hubiera perdido el manual de instrucciones y solo supiera darle al botón del pánico sin parar para que pases un rato agradable en compañía de tus miedos más absurdos. No es que no haya una causa, que sí la hay, es que tú no puedes identificarla o no puede atribuirse a lo que está ocurriendo a tu alrededor. El porqué hay que encontrarlo en la manera en la que estás procesando la información y en lo que predices que va a ocurrir.
El problema aparece cuando esos pensamientos anticipatorios, o sea, esos dramas que van a pasar pero que no sabes cuándo, son completamente irracionales, no tienen una base real o tienen una probabilidad ínfima de que sucedan. Pero te das cuenta de que ahí están, aunque no resistan un análisis lógico y tranquilo de las circunstancias y las probabilidades. Te obsesionan, te bloquean y, encima, como intuyes que no tienen sentido, te sientes gilipollas por tenerlos. Maravilloso. La ansiedad tiene siempre un componente de proyección hacia el futuro: no estás ansioso por lo que te ha pasado, sino por lo que está por venir. Sin esa recreación sobre hechos del futuro, la ansiedad desaparecería. De hecho, algunas terapias para combatir la ansiedad se basan en enseñar a las personas a que evalúen de manera más ponderada los elementos que componen su vida.
Y ojo, que la ansiedad no surge de pensar “y si…”: nace de no poder dejar de hacerte esa pregunta. Ese “y si…” se convierte en una rutina imparable y en una forma constante de planificar tu futuro, aunque no te des cuenta de que lo estás haciendo. No es un pensamiento puntual, algo que te ocurra de vez en cuando. Es una corriente continua de mierdas mentales, un tsunami de catástrofes imaginarias o improbables que no te dejan vivir y que, encima, si se las cuentas a alguien, te das cuenta de lo ridículas que son. Es como agobiarse por el impacto de un meteorito que nos matara a todos. ¿Es posible? Sí. ¿Es probable? No. Preocuparse por eso e invertir toda tu energía en recrear en tu cabeza ese escenario no te va a ayudar a seguir con tu vida. Si no caes en la cuenta de que pensar en el meteorito no te va nada bien, es posible que alguna persona muy querida, en la que confías, te lo mencione. Si eso pasa, entonces es posible que estés presenciando un espectáculo de los Village People bailando con una bandera roja en cada mano. Están cantando «I will survive», de Gloria Gaynor, pero mirándote y partiéndose la caja. Mucho bailan para el meteorito que se nos avecina.
Igual te estás poniendo un poco dramático.
Lo que a mí me pasa (por sacarle punta a algo que no tiene ni puta la gracia)
Confesión de primera magnitud: cuando yo estoy muy estresado, no me da por creer que tengo cáncer, como le pasaría a cualquier hipocondríaco con dos dedos de frente. Yo soy más de pensar que tengo algo turbio, a ser posible con estigma social, y encima que esté relacionado con lo sexual, para que la vergüenza sea aún mucho más intesna. Lepra, no. Fibromialgia, tampoco. ¿VIH? Por supuesto. ¿Ladillas? Todas y bien gordas. ¿Sarna? La última actualización, la que más pica. Póngame el pack completo, que me lo llevo puesto. Y que conste en acta que desprecio con toda mi alma el estigma que sufren las personas seropositivas. No quiero bromear con eso.
Dicho esto, me da vergüenza confesar que a veces me he embadurnado con permetrina combinada con uranio empobrecido Made in Fukushima (hand made, siempre) como si fuera colonia de bebé y que me he pasado mis buenas temporadas haciéndome las pruebas del VIH no diría que cada quince días, pero sí cada dieciséis. ¿Y si follo y luego me da el chispazo de la ansiedad? Dios no lo quiera, no sea que haya cogido cualquier enfermedad de transmisión sexual por bluetooth.
Vas al hospital porque tienes siete ETS muy agresivas. Es la séptima visita este año. Entonces descubres que han escrito en tu historial médico que “conviene valoración por psiquiatría”. Amiga, igual es un buen momento para pararte a pensar si quizá el problema no son las ETS, sino que tienes que ir a que te revisen una parte de tu cuerpo que está un poco más arriba de los genitales, yo qué sé, la cabeza, por ejemplo. Pero ojo, la ansiedad puede volverte en una persona tremendamente creativa. Cuando te dan los resultados (aparentemente) negativos, qué sabrán ellos, siempre te queda una bala en la recámara: los análisis están mal, o los han perdido, o me han confundido con otro paciente, o la máquina no funcionaba, o el virus ha mutado en una cepa invisible de origen extraterrestre enviada por Yavé para exterminar a los sodomitas que no practiquen la abstinencia sexual. En conclusión, aunque tengas siete pruebas negativas tú sabes que tienes una variante muy agresiva del VIH.
Como si sufrir la ansiedad no fuera suficiente, darte cuenta de que a veces puedes llegar a ser un pelín hipocondríaco te hace sentirte de todo menos orgulloso de tu fortaleza espiritual y te hace pensar que igual deberías pedir ayuda con eso. Pero a mí todo eso se te pasa y me imagino que cuando cuenten mi historia será como una mezcla entre «Philadelphia» y «Alguien voló sobre el nido del cuco». Pronto en sus mejores cines.
Igual pensáis que estoy frivolizando demasiado, pero no. Quienes me conocen saben lo mal que lo paso con mi infestación bisemanal de ladillas y con la tos de la tuberculosis oportunista, que combino con semanas alternas de invasiones extraterrestres, con el crash de la bolsa y con un accidente de tráfico que me va a dejar postrado.
Los pensamientos recurrentes
Una de las estrellas invitadas en esta comedia romántica que es la ansiedad generalizada son los pensamientos recurrentes. Son esos pensamientos que no puedes echar de tu cabeza, que te rondan y te joden el día (y la noche) y que te mantienen entretenido, no sea que te aburras con otras cosas menos importantes, como la vida. Y cuanto más luchas por domeñarlos, más fuertes se vuelven y más te afectan. No solo son molestos. Es que no te dejan vivir. Y no es que pienses una cosa horrible y ya está. Es que después viene otra peor. Y otra. Como si tu cerebro estuviera compitiendo por un Óscar al drama más exagerado. Qué coincidencia.
Allá va un ejemplo de lo que se me pasa por la cabeza, aquí, desnudando mi alma delante de toda España: «no sólo es que podría tener VIH, es que como lo tengo, puede que los tratamientos no funcionen y termine muriendo en un mes. Además, mucho antes de eso, tendré que explicar a mi círculo de gente más cercana lo que me pasa y eso es algo que me va a hacer pasar mucha vergüenza y qué van a pensar de mí, por favor qué horror, y luego empezarán los rumores y nadie me va a querer y no solo voy a morir sino que además lo voy a hacer solo, acompañado por las misioneras de la caridad, las de Teresa de Calcuta, que Satán la tenga en el infierno, las monjas esas que se van a preocupar más del ancianito que está en la cama de al lado que de mí porque para eso yo he sido mal cristiano y maricón y para más inri he estado haciendo guarrerías y me van a mirar con desprecio mientras yo me estoy ahogando por las flemas generadas como consecuencia de mi tuberculosis, pero igual estoy exagerando, porque no será por películas que me puedo montar en la cabeza y al final es normal que me entre la ansiedad, joder, si es que yo no sé por qué no me encierran, no sé si queda claro lo que quiero decir con la ansiedad generalizada, pero qué maravilla de novelas que podría escribir, si es que tenía que haberme dedicado a ser guionista en vez de estar perdiendo el tiempo estudiando, que soy una vergüenza para mi familia, con lo que me querían, y he perdido el tiempo con mi vida, mis ancestros se estarán revolviendo en la tumba por la deshonra, y ya para lo que me queda que me peguen un tiro, porque estoy decrépito, pero por favor que alguien me quite ya mismo las ladillas que tengo en la calva, porque este brote de una nueva especie de ladillas ultrarresistentes al material nuclear me está matando y las hijas de puta pican como un demonio, que no sé de dónde se sacarán que tengo que ir al psicólogo si yo estoy fenomenal, qué manía tiene la gente con decirme lo que tengo que hacer, oye, pero igual tienen un poco de razón y se me va la pinza poniéndome en lo peor, yo qué sé, que igual sí es cierto que soy un poco dramático, voy a respirar un poco a ver si se me pasa, inspirar, expirar, inspirar, expirar, así, muy bien, ay, me pica aquí, espera, uy, ¿y este sarpullido qué es?, a ver, espera, joder, puede ser sífilis.»
Si te has agobiado leyendo el párrafo anterior, que podía haber firmado Joyce tranquilamente o mi córtex cerebral en un día malo, entonces te doy la bienvenida a mi mundo.
También podría ser muchísimo peor. Yo tengo la suerte de que puedo identificar mis miedos y puedo hasta contarlos y reírme, aunque en el momento en que me pillan con la guardia baja no me hagan ni puta gracia. Hay peña que no puede. Y si te pasa eso, date por jodida.
¿Qué pasa cuando vivimos con ansiedad generalizada?
Pues pasa que la vida se vuelve una mierda, así de claro. No puedes disfrutar ni de las cosas buenas ni de las normales. Te cuesta concentrarte, descansar, tomar decisiones y cualquier situación te desborda. Y encima te crees que eres un inútil por no poder con lo que, supuestamente, todo el mundo gestiona sin problemas. La fatiga mental se convierte en física. No puedes dormir bien, no puedes pensar con claridad y te cuesta socializar. Y si encima trabajas, estudias o cuidas de alguien, el agotamiento es triple.
La ansiedad también afecta tu capacidad para estar en el presente. Porque tu cerebro está intentando descubrir qué peligro acecha a la vuelta de la esquina. Es como tener un antivirus escaneando sin parar, pero sin encontrar virus… solo usando recursos de la CPU sin parar. La ansiedad generalizada, además, puede hacer que sientas dolores musculares, que tengas problemas digestivos, que tu estado de ánimo esté dando saltos en una cama elástica, dando volteretas en el aire cada pocos segundos, cayendo justo después y vuelta a empezar en ciclos imparables. Si te pasas los días escaneando tu vida en busca de posibles amenazas, terminarás en un punto en el que todo te irrite y te hayas convertido en el hombre del saco, que no te apetezca follar, que te sientas culpable por todo y que creas que hayas fracasado y que todo te sale mal. Objetivamente no es cierto, pero es de lo que estás convencido.
La anticipación: el deporte favorito de la ansiedad
La anticipación es una parte natural de cómo funciona nuestro cerebro: prever lo que puede pasar es fundamental para prepararnos y sobrevivir. Como se dice ahora, el ser humano está programado para que eso sea así. El problema es cuando esa rutina natural y necesaria, pero puntual, de intentar predecir las amenazas para esquivarlas se te va de las manos y pasa a ser el mecanismo que domina tu forma de procesar la información y entender toda tu vida. La ansiedad generalizada convierte esa herramienta útil para la supervivencia en una tortura. Empiezas a imaginar escenarios absurdos, catástrofes sin pies ni cabeza, y lo peor es que no puedes dejar de hacerlo. Y claro, no puedes parar, descansar e intentar relajarte porque si tu cerebro cree que viene un monstruo a devorarte, no te pones a ver First Dates. Estarás en alerta y no disfrutarás de nada. Ese monstruo no existe. Pero tu cerebro sí. Y es un cabrón.
Albert Ellis ya decía que una buena parte de las experiencias de tristeza, desolación y desesperanza se deben a creencias irracionales, como predijo Aaron Beck. Se trata de pensamientos catastróficos que no se sostienen, pero que nos creemos como si fueran hechos incontrovertibles. Por ejemplo: Si fallo en esto, todos se darán cuenta de que soy un fraude y dejarán de quererme. Pues no, chiqui, probablemente nadie se entere o si se enteran, les dará igual. O no, es posible que te desprecien para toda la vida. Y si eso pasa, que no creo, no te vas a morir, porque muy probablemente conozcas a más gente. Pero aunque te quedaras solo para el resto de tu vida, sobrevivirás y podrás ser razonablemente feliz. Pero el daño ya está hecho porque tú ya te crees que tu vida futura puede ser un valle de lágrimas. Y como te lo crees, lo pasas fenomenal.
¿Cómo sabemos si tenemos ansiedad generalizada?
Según el DSM (el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría que establece criterios estandarizados para los trastornos mentales), la ansiedad generalizada se certifica cuando ese estado de preocupación dura mínimo 6 meses. Pero más allá del manual y de lo cuestionables que son los criterios de diagnóstico, el problema crece cuando esta forma de vivir se convierte en tu normalidad y afecta a todos los ámbitos de la vida. A veces es difícil saber que te está pasando. Hasta que alguien te lo dice. O lo lees por ahí. O simplemente te das cuenta de que llevas meses (o años) con esa sensación constante de amenaza, de cansancio, de no poder más. Lo importante de la ansiedad generalizada es que es un estado que se ha prolongado en el tiempo y que te está causando un malestar injustificado pero de gran impacto en tu bienestar.
Y si decides pedir ayuda porque has tenido la suerte de darte cuenta (y los recursos económicos para pagarte una consulta), es posible que te cueste hasta explicarlo. Porque parece que no tienes “nada grave”. Pero tú sabes que algo no va bien y te está afectando a lo bestia. Tienes esa intuición difusa de que igual no estás siendo razonable y que estás exagerando o simplemente que tienes que hacer algo porque eres incapaz de mantener tus pensamientos recurrentes bajo control. Si te pasa eso, no estás solo o sola. Nos pasa a cualquiera. Precisamente porque para empezar es difícil darse cuenta de lo que está pasando, te conviene hablar con un psicólogo. O incluso con tu médico de cabecera.
¿Se puede hacer algo?
Pues sí. Para empezar, darte cuenta de que estás así de jodido ya es un paso de la hostia. Si te ves siempre alerta, con pensamientos catastrofistas, cansada sin motivo y sin disfrutar de nada, igual es hora de hablar con un profesional. No todo el mundo que sufre ansiedad generalizada sabe que la tiene y, de hecho, es muy difícil llegar a esa conclusión porque estás más ocupado pensando en dónde quieres que esparzan tus cenizas. Y no, no es que seas solo un dramático. Y sí, sí puedes mejorar.
Para saber si sería conveniente pedir ayuda, puedes preguntarte lo siguiente:
¿Estoy todo el día preocupado?
¿Tengo sensación constante de amenaza?
¿Estoy agotado aunque no haya hecho nada físico?
¿Tengo miedo pero no sé a qué?
¿Me cuesta dormir o concentrarme?
¿Las cosas normales me parecen imposibles?
¿Siento que debería estar bien pero no lo estoy o que debería ser feliz pero eso es algo que les pasa a otros?
¿Reacciono de forma intensa a las cosas pequeñas?
¿Tomo decisiones con dificultad porque siempre dudo?
No es un test científico. No soy la OMS. Pero si varias te suenan, igual necesitas ayuda. Si respondes que sí a varias, quizá no es ansiedad y es otra cosa y te conviene igualmente que te miren a ver. Y no pasa nada, de verdad. Ir al psicólogo no es un fracaso. Es como ir al fisio si tienes la espalda hecha polvo. O igual no te pasa nada y estás pasando una mala racha. Deja que te lo diga el psicólogo. Mejor asegúrate. Recuerda: si hace tiempo que te sientes así, si te ha pasado desde hace meses o años, puede que la respuesta a lo tuyo tenga nombre y apellidos y se pueda tratar.
Para terminar
Si has llegado hasta aquí habrás entendido que tener ansiedad generalizada es una jodienda. Si lo combinas con otras configuraciones, como el TDAH, que sepas que te ha tocado el gordo. Por no hablar de que muchas veces, la ansiedad no se va al guateque ella sola: se trae a los episodios depresivos, a tres o cuatro problemas de autoestima y a su prima, la dificultad para mantener relaciones sociales estables. Eso tirando por lo bajo. Y sí, podemos tener cierta predisposición genética a desarrollar estas mierdas. Pero eso no quiere decir que estemos condenados y que no se pueda salir de ahí. Reducir las causas de la depresión o la ansiedad a mecanismos exclusivamente biológicos es un camino muy peligroso, que lo sepáis.
Una última cosa: dejemos de frivolizar con la ansiedad. Sé que puede interpretarse que yo lo he hecho y que me estoy burlando. Ni de coña. La banalización de la salud mental no es solo echarnos unas risas por lo absurdo de mis infestaciones parasitarias imaginarias. Banalizar es andar por ahí diagnosticando ansiedad a tus amigas cuando has leído dos o tres post de Instagram. No todo es ansiedad, ni los cambios de humor son trastornos bipolares, ni ser un imbécil es lo mismo que tener un trastorno narcisista, ni eres psicoterapeuta aunque te lo creas. No todo el mundo tiene ansiedad. Y repito: la ansiedad y el estrés no es lo mismo. Cuanto más usemos esa palabra para cosas que no lo son, más la vaciaremos de significado. Y a quien de verdad la sufre, se le deja de escuchar. Le restaremos importancia a esta situación. Es como decir “no exageres” o “tener ansiedad está de moda, como la depresión”. Eso jode y empeora muchísimo las cosas.
Así que sí, me río de mí mismo y de mis ladillas radioactivas. Pero también quiero que sepas que esto es serio. Que no estás solo. Y que si lo estás pasando mal, pidas ayuda. Es un acto de valentía, no de debilidad.
👉 Si quieres recibir actualizaciones por WhatsApp de lo que escribo sobre psicología, haz click aquí. 👈
Referencias
American Psychiatric Association. (2022). Diagnostic and statistical manual of mental disorders (5th ed., text rev.; DSM-5-TR). Washington, DC: Author.
Barlow, D. H. (2002).Anxiety and its disorders: The nature and treatment of anxiety and panic (2nd ed.). Guilford Press.
Mennin, D. S., Heimberg, R. G., Turk, C. L., & Fresco, D. M. (2005). Preliminary evidence for an emotion dysregulation model of generalized anxiety disorder. Behaviour Research and Therapy, 43(10), 1281–1310.
Newman, M. G., Llera, S. J., Erickson, T. M., Przeworski, A., & Castonguay, L. G. (2013). Worry and generalized anxiety disorder: A review and theoretical synthesis of evidence on nature, etiology, mechanisms, and treatment. Annual Review of Clinical Psychology, 9, 275–297.
Roemer, L., & Orsillo, S. M. (2002). Expanding our conceptualization of and treatment for generalized anxiety disorder: Integrating mindfulness/acceptance-based approaches with existing cognitive-behavioral models. Clinical Psychology: Science and Practice, 9(1), 54–68.
Thibodeau, M. A., Welch, P. G., Sareen, J., & Asmundson, G. J. G. (2013). Anxiety disorders are independently associated with suicide ideation and attempts: Propensity score matching in two epidemiological samples. Depression and Anxiety, 30(10), 947–955.
I have learned through my work as a therapist, and my work as a patient in analysis, and through my experience of life, that disappointment – as detestable as it is – is absolutely vital. Counterintuitive as it sounds, I think a better life is one with more disappointment in it.
If we are too afraid of this feeling, we will remain stuck where we are, unable even to step outside the front door. It is easy to see how seeking to avoid disappointment could lead us never to try anything new, never to embark on a new relationship in case it ends badly, never to apply for a new job in case we don’t get it, never to take a risk on something we might enjoy or might not enjoy. This, of course, is the surest way to live a disappointing life. Allowing this feeling in and listening to it is crucial for learning from experience and working out what is truly important to us. I used to consciously lower my expectations so that I didn’t have to feel disappointed if something didn’t work out – but I’ve realised now that this is just another way of turning away from something that really needs to be faced.
El humor, como los cuentos con moraleja, sirve para que se note un poco menos que estás sermoneando a la gente. La fábula de la cigarra y la hormiga, donde la primera pasa el verano tomando el sol, bebiendo cócteles, procrastinando y tonteando en Tinder, mientras que la segunda guarda comida para el invierno, no hubiera funcionado igual de bien si se hubiera titulado “Ventajas de los planes de previsión e inversión a largo plazo para la productividad”. Pasar la historia a bichos parlantes ayuda a que la gente se sienta un poco menos alucinada y se abra el mensaje.
Nerea Pérez de las Heras en “Feminismo para torpes”
En la última década he visto que los niveles de ansiedad, depresión y autolesiones entre adolescentes han aumentado a lo bestia. No sólo lo digo yo, que he estado trabajando con gente joven en los últimos veinte años, es que creo que cualquiera con un mínimo de cerebro puede verlo. Mucha gente piensa que son tonterías, que la gente joven está cogiendo el hábito de decir que tienen ansiedad o que tienen TDAH porque es una moda. Que están volviéndose imbéciles. Perdona, pero no. La verdad es que el desplome de los niveles de bienestar de la gente joven a todos los niveles es un hecho que no podemos ignorar y que más nos vale abordar cuanto antes. Es la generación que nos va a cuidar a los de la nuestra cuando seamos dependientes. Porque vamos a serlo. Tengo 49 años y más me vale que nos pongamos en marcha para poder tener una vejez digna, amiguis.
Para que os hagáis una idea del movidote, voy a hablar por encima de algunos datos que presenta Haidt en «The Anxious Generation». Es un libro1 que os recomiendo a todos aquellos que os preocupéis un poco por el futuro que nos espera si no abordamos ya el problemón de los smartphones, los iPhones y todas las pantallas que les damos a los niños. El uso temprano de smartphones es el origen de una profunda y silenciosa crisis de salud mental juvenil y que se resumen en que vamos a estar muy jodidos. Lo que escribo aquí ni es una reseña del libro ni un análisis de la evidencia que hay al respecto. Sólo voy a hablar de la relación entre el aumento del uso de los móviles inteligentes, el descenso del bienestar psicológico y el hecho de que los niños pasan cada vez menos tiempo jugando solos o en compañía de otros niños.
2010-2015: el lustro clave
Los datos2 que tenemos son claros: Los niveles de depresión en adolescentes se duplicaron entre 2019 y 2020. Al mismo tiempo, los casos de comportamientos autolesivos aumentaron un 189% entre 2010 y 2020. Las hospitalizaciones por autolesiones subieron un 68% entre 2011 y 2014. Al mismo tiempo, la edad media para tener un smartphone ha descendido hasta lo 10 años. Es muy tentador decir que estos dos hechos no están relacionados y que una correlación no es lo mismo que una relación causa-efecto. Te lo compro. Por eso estamos aquí: para que te creas por qué usar el móvil a una edad temprana está detrás de la pandemia de ansiedad, depresión y autolesiones.
Para entender qué relación hay entre ambos hay que profundizar un poco en las consecuencias que tiene el aumento del uso de los smartphone y el descenso en la edad a la que se recibe un dispositivo móvil con conexión a internet. Hay que especificar que hablamos de smartphones, no de teléfonos móviles «tontos». Primero, por el tiempo que se pasa con ellos: en un teléfono de los antiguos no puedes hacer tanto y, por eso, no puedes pasar tantísimo tiempo pegado a él (y si no, mira las estadísticas de tu dispositivo y fliparás las horas que pasas al día con él en la mano). Tampoco lo es por el contenido que se consume: en uno puedes pasarte el día haciendo scroll en Instagram on en Tiktok durante horas, exponiéndote a modelos de reputación social y de comportamiento tóxicos de necesidad, mientras que en el otro tienes que invertir tres minutazos de tu vida en escribir un sms para pasar la tarde con tus amigos, mientras que en el otro te pasas la tarde escribiendo a tus amigos sin verlos cara a cara.
¿Por qué aumentan los diagnósticos? ¿Es porque hay más, porque se diagnostica más o porque está de moda tener ansiedad?
Sí, hay más cuadros de patologías mentales porque sabemos más y detectamos mejor. Por ejemplo, ha aumentado la tasa de la población infantil con TDAH porque es más fácil realizar este diagnóstico, porque poco a poco las familias tienen menos miedo a evaluar, a dar tratamiento necesario y porque los colegios sabe cómo abordar la enseñanza de forma más diversa y adecuada. No es que ahora las escuelas primarias y secundarias sean un paraíso lleno de unicornios y yonquis infantiles del debate sofista sobre los problemas de sostenibilidad de los recursos y las políticas de emancipación de los pueblos siberianos, sino que la situación está un poco mejor que hace dos décadas. Además, no se nos puede olvidar que, por fin, la psiquiatría ha caído en la cuenta de que quizá los sistemas de diagnóstico descriptivos tendrían que empezar a considerar la variabilidad entre las manifestaciones clínicas de los niños y de las niñas. Quién nos iba a decir que la perspectiva feminista iba a ser algo bueno.
Ya no sólo tiene TDAH el terrorista de turno al que todos los maestros y las maestras temen cuando les toca dar clase en ese grupo, sino que sabemos que hay más niños que no necesariamente están bailando la Macarena todo el día en el colegio, sino que también, sorpresa, hay niñas con déficit de atención. También los hay que no están saltando como macacos todo el día pero que tienen un control de la atención cero, como el niño que se emparra jugando al Mario durante ocho horas. Ya era hora de que nos diéramos cuenta. Todavía queda mucho por hacer, pero mejor eso que nada. La situación es similar respecto a las diferencias de género con el espectro autista, pero hay diferencias significativas en otras áreas y por eso no me voy a meter en ese asunto aquí, que voy a salir escaldado y tampoco es que sepa mucho. Quizá en otro momento. Vamos, que el TDAH ya no es sólo una manifestación clínica monolítica, sino que hay muchas formas de no poder controlar tu atención. Que me lo digan a mí.
Pero lo que nos ocupa aquí no es el TDAH, sino los procesos depresivos, los casos de ansiedad, los intentos de suicidio o las autolesiones, por mencionar algunos. E insisto en que para entender esto hay que abordar el contexto entendiendo que sabemos más sobre las formas diferentes en las que se configura nuestro sistema nervioso. Pero es que también hay más niños que padecen este tipo de cuadros. O sea, si hubiéramos tenido estas herramientas de diagnóstico hace cincuenta años habríamos detectado más casos, de los que se hacía entonces, pero menos que ahora. Estas dos conclusiones no son contradictorias, sino que hay que asumir que ambas son ciertas para entender qué está pasando con los teléfonos móviles. Se diagnostica más y hay más. Por eso parece que los números están explotando y que todo esto es una moda. No lo es. De verdad que no.
¿Por qué se da esta relación entre el aumento del uso de los smartphone y una mayor incidencia en los cuadros de salud mental? El locus de control interno
Al tema. Cuando un chaval se pasa seis horas al día, y eso siendo optimistas, pegado al móvil es tiempo que no pasa haciendo otras cosas. Yo, filósofo. Pero piénsalo: en vez de estar jugando con otros niños y niñas, pegándose una hostia en un tobogán o jugando al escondite, están haciendo scroll en Tiktok, mirando vídeos de fascistas o dándole al porno. Llámame paranoico, pero hay algo ahí que por lo que sea me huele fatal. En vez de moverse, están sentados, convirtiéndose en pedazos de carne sedentarios y solitarios. Mírate ahora mismo: probablemente estás leyendo esto en el sofá o en la cama, sacando una papada que ni Camilo José Cela y rascándote el arco del triunfo desde hace ya un buen rato. Hazte un selfie a ver qué pasa. Que a ver, podría ser peor: podrías estar viendo el Instagram de Carmen Lomana. Pero estás aquí. Mejor eso que nada.
Volviendo a los niños: el tiempo dedicado al juego y a la interacción directa ha caído desde 2010 debido al aumento del uso de los móviles. ¿Por qué es importante este dato? Cuando los niños están jugando de forma independiente, e. d., cuando ellos y ellas deciden a qué juegan y cómo, están desarrollando capacidades mentales y actitudes que fomentan su capacidad de adaptación en el futuro. Para entender esto es útil comprender qué son el locus de control interno y el externo externo. El locus de control interno se refiere a la tendencia de una persona a creer que tiene control sobre su vida y puede resolver problemas a medida que surgen y, de hecho, a controlarlo. El locus de control externo es la tendencia a creer que sus experiencias están determinadas por circunstancias fuera de su control. Cuando se juega libremente, el niño va aumentando el número de experiencias a las que sabe enfrentarse y que puede controlar. Aprende maneras en las que puede resolver aquellas situaciones conflictivas de manera adaptada a su edad porque va acumulando experiencias que le van a servir en el futuro para abordar momentos complejos de la vida cotidiana de manera eficaz. Termina sabiendo que él o ella es quien controla su vida porque tiene herramientas para gestionarla. No sólo es saber hacerlo, es saber que puedes hacerlo.
Cuanto más tiempo se pase mirando Instagram, menos tiempo tendrá de jugar y, por tanto, de practicar situaciones difíciles que le puedan servir en el futuro. En otras palabras: está teniendo menos oportunidades para desarrollar un locus de control interno, de poder controla tu vida y ser consciente de que puedes. Sabemos que un bajo locus de control interno, e. d., lo contrario, está relacionado con la aparición de ansiedad y/o depresión tanto en niños como en adultos. Es decir, que además de ver porno están dejando de aprender a sacarse las castañas del fuego y llegarán a la edad adulta sin saber afrontar las situaciones del día a día. Terminarán perdiendo el control de su vida y es probable que, como resultado, sientan una frustración asfixiante que se contagie a todas las áreas de su vida. ¿En qué termina esto? Pues en todo menos en una salud mental robusta.
Es cierto que ya se venía observando3 und descenso significativo del locus del control interno desde finales del siglo XX y que esta caída también está detrás del declive en el bienestar psicológico generalizado que estamos viviendo. Pero este descenso se acentúa a partir de 2010, justo en el momento en que se extiende el uso de los teléfonos inteligentes. A partir de ahí, los niños y las niñas empezaron a pasar menos tiempo jugando sin que un adulto les dijera cómo lo tienen que hacer rompiéndose los vaqueros porque están haciendo el cafre. La generación que recibió su primer móvil a una edad temprana es la que tiene menos capacidad para tomar sus propias decisiones y resolver sus problemas, la más frustrada y la que está mostrando unos niveles de locus de control interno alarmantes.
Como no han tenido la oportunidad de tomar el control de la situación durante los momentos de juego, ¿cómo esperamos que puedan hacerlo después, cuando tienen ponerse a trabajar o cuando tienen que gastarse el dinero de su primera nómina? Es imposible que lo sepan. No es coña. Aprendemos a gestionar estas mierdas cuando estamos jugando al fútbol o a la comba, porque resolvemos conflictos, cooperamos, observamos el entorno, tomamos decisiones que nos benefician y aprendemos a retrasar la gratificación. Todo lo contrario de esas microdosis de dopamina a las que nos tienen acostumbradas las redes sociales.
Conclusiones, provisionales, pero conclusiones
En otro momento hablaré de por qué todo esto es importante. Ya llevo muchísimas palabras escritas y no quiero que esto se haga muy pesado. Además, tu atención tampoco está para muchos trotes si, como yo, consumes internet a todas horas. Tu cerebro, cual yonqui, está esperando a que le des su próxima dosis.
Así que cierro aquí y continuaré en otro momento. Lo que tiene que quedar claro es que es hora de que nos paremos a pensar en las consecuencias de empezar a usar un smartphone a una edad tan temprana. Hay muchos argumentos para convencerse de que, por lo menos, hasta los 16 años nada. No es que tenga que ser un objeto prohibido, porque lo conviertes automáticamente en un objeto deseado, y más si tú lo tienes en la mano y te están viendo cómo lo usas a todas horas.
La solución no está solo en limitar pantallas, sino en recuperar los elementos clave de una infancia saludable: aumentar el tiempo que los niños pasan jugando sin supervisión de adultos, hacer que tengan más interacciones cara a cara con otros niños de su edad y establecer límites claros y horarios de desconexión en vez de dejar que se pasen el día tumbados mirando vete tú a saber qué. Se trata de evitar que los niños y las niñas tengan un móvil propio a los 10 años, sin ningún tipo de control y sin ninguna estrategia de compensación. Parece fácil, pero sé que no lo es. No espero ni potificar (bueno, un poco sí) ni dar con la solución. Cada día es más difícil, me consta. Pero sólo con pensar un poco y conocer lo que está en juego nos hará avanzar para prevenir la catástrofe en salud mental que se nos viene encima.
TWENGE, J. M. (2017). iGen: Why Today’s Super-Connected Kids Are Growing Up Less Rebellious, More Tolerant, Less Happy – and Completely Unprepared for Adulthood – and What That Means for the Rest of Us. Atria Books. ↩︎
Hoy voy a contar la historia de un amigo al que voy a llamar Andrés. Nos conocimos hace tiempo, después de que él saliera del armario, y quedamos para zorrear, pero la cosa no salió adelante y de ahí salió una amistad que ha durado hasta hoy. No nos vemos mucho, pero estamos en contacto a pesar de la distancia. Una de las veces en las que yo volé a casa, quedamos y me contó el momento exacto en que él recuerda que asumió que era maricón y que tenía que hacer algo para dejar de sentirse infeliz.
Me explicó que una tarde, después haberse acostado con una mujer, se duchó y se puso a mirarse en el espejo del baño. De pronto, «se dio asco». Asco por que le había «tomado el pelo» a la chica con la que había follado. Hasta este momento había tenido una vida de hetero, tenía un buen trabajo, no le faltaban amigos y tenía una relación buena con su familia, que no era especialmente conservadora. Pero había llegado un momento en que la cabeza estaba a punto de explotarle: era maricón y se resistía a la idea de follar con tíos. Esa resistencia tiene un nombre, amiga: homofobia internalizada.
La homofobia internalizada es el resultado de haber sido expuesto a actitudes y creencias homófobas durante mucho tiempo. Aunque no todos los maricones terminan siendo homófobos, es una realidad que afecta a muchos, y su impacto en la autoestima puede ser devastador. La sociedad, la cultura y, a menudo, la educación, juegan un papel fundamental en la formación de estas actitudes, que se asumen como ciertas y terminan dirigiéndose hacia uno mismo. En el caso de Andrés, esa voz crítica que no dejaba de escuchar no era realmente suya, sino un maremágnum de todos los prejuicios y rechazos que había absorbido desde muy joven.
Desde la infancia estamos expuestos a normas sociales que nos dicen cómo deberíamos ser. Estas normas están profundamente arraigadas en las estructuras culturales y sociales y tienden a estigmatizar cualquier desviación de lo que se considera normal. En el caso de las personas LGBTIQ+, estas normas han sido históricamente negativas, promoviendo la idea de que ser homosexual, bisexual o transgénero es incorrecto, indeseable, ridículo o nocivo. Estas creencias son las que, cuando son adoptadas y dirigidas hacia uno mismo, se convierten en homofobia internalizada.
Para muchas personas, la homofobia internalizada se manifiesta en una serie de comportamientos y pensamientos autodestructivos. Andrés me contó que le pasaba mucho lo de sentirse culpable por desear follar con tíos. Se sentía ridículo y tenía un miedo abrumador a que las personas de su entorno se enteraran. Este sentimiento de culpa se mezclaba con una sensación de vergüenza, que lo hacía rehuir situaciones donde podía expresar abiertamente quién era. Como resultado, su autoestima se fue erosionando y llegó a creer que no merecía la felicidad que otros parecían encontrar tan fácilmente. Esto último, pensar que los demás eran muy felices y él no, es una creencia irracional, como todas las que surgen de la homofobia, internalizada o no, dirigida a uno mismo o hacia otros. Todo esto por no mencionar que además era un poco misógino, según me contó el mismo. Pero esa es otra historia. O no.
¿Por qué la homofobia internalizada tiene un impacto tan profundo en la autoestima? La autoestima es la valoración que una persona tiene de sí misma, un juicio interno que afecta la manera en que interactuamos con el mundo. Cuando alguien desarrolla una baja autoestima, tiende a sentirse menos valioso, menos competente y capaz de enfrentarse a los desafíos de la vida cotidiana. La homofobia internalizada refuerza estos sentimientos, haciendo que la persona sienta que no merece amor, respeto o “éxito” simplemente por sus deseos sexuales.
Andrés, como muchas otras personas en su situación, intentó lidiar con estos sentimientos acudiendo a un grandísimo repertorio de formas de autoengaño. Se esforzó por cumplir con las expectativas heteronormativas: durante años mantuvo relaciones con mujeres que, aunque eran genuinas en su afecto, no le satisfacían por razones obvias. También evitaba los espacios LGBTIQ+, los bares de ambiente o las aplicaciones de zorreo, temiendo que asociarse con la comunidad lo hiciera más vulnerable al juicio y al rechazo y con el miedo a que alguien se enterara. Estas estrategias no hicieron más que profundizar su dolor, perpetuando un ciclo de autonegación y baja autoestima.
Un pifostio.
Andrés tuvo la valentía (sí la valentía) de afrontar este asunto con una psicóloga que le ayudó a reconocer que esos sentimientos negativos eran aprendidos y que estaban basados en errores de lógica; un clásico de las terapias basadas en lo que dijo Beck. Es un clásico en los sentimientos de culpabilidad y en los cuadros depresivos en estas situaciones. La psicóloga le ayudó a explorar el origen de este repertorio de creencias, deconstruyendo algunos de los comentarios hirientes que había escuchado desde su infancia, las imágenes que veía en los medios de comunicación, y las actitudes discriminatorias que había presenciado en su entorno. Con el tiempo, comenzó a alejarse de estas creencias, reemplazándolas por una aceptación más sana de sí mismo a partir de un análisis racional de todos estos pensamientos. No es un proceso fácil, ni de coña, ni el hecho de que veas que lo que piensas es irracional no quiere decir que no vuelvas a caer sin querer en una espiral de miedos. La terapia, como siempre, le indicó el camino, pero sólo él (o tú) puede recorrerlo.
El proceso no fue fácil. Aceptar que había estado negando una parte fundamental de sí mismo durante tanto tiempo fue doloroso, pero también liberador. Andrés descubrió que podía desafiar esos pensamientos autodestructivos, y poco a poco, su autoestima empezó a mejorar y los miedos, aunque todavía estaban ahí, eran menos paralizantes. Entendió que no había nada intrínsecamente malo en ser quien es, y que tenía derecho a vivir una vida plena y feliz, sin sentirse culpable o avergonzado.
Una parte crucial de este proceso fue empezar a rodearse de una pequeña comunidad que lo apoyara. Andrés comenzó a relacionarse con otros hombres gais, primero sólo con la intención de follar. Encontró en ellos no solo amigos, sino también modelos a seguir que lo inspiraron a afrontar esos miedos en su vida cotidiana. Al compartir sus experiencias, descubrió que no era el único, que muchos otros habían pasado por lo mismo, y que el mero hecho de hablar facilitaba combatir la homofobia internalizada y sus efectos. No es que él decidiera un día que tenía que ser parte de la «comunidad LGTBIQ+», si es que existe; me refiero a salir a bares de maricones y usar Grindr, por ejemplo.
El impacto de la homofobia internalizada en la autoestima no es una tontería. Es una batalla interna que muchos enfrentan en silencio, sin darse cuenta de que los pensamientos y sentimientos que experimentan no son necesariamente reales, sino el resultado de años de condicionamiento social. La buena noticia es que este impacto puede ser revertido o, por lo menos, los efectos de esas creencias pueden hacerse menos intensos. Con terapia, el apoyo de un entorno que permita dialogar sobre el asunto, y el trabajo constante en la aceptación de una naturaleza que no se puede cambiar (el ser maricón), es posible superar o al menos aliviar la homofobia internalizada y reconstruir una autoestima fuerte y saludable.
La historia de mi amigo no es especial, ni es la única ni la última. Salir de esa mierda no es un proceso fácil, y requiere de mucho coraje enfrentar los prejuicios que hemos internalizado. Sin embargo, es un camino necesario para alcanzar una verdadera paz interior y un sentido de valor propio. En última instancia, aceptarnos tal como somos es un acto de resistencia y de amor propio, una afirmación de que, sin importar lo que la sociedad diga, merecemos ser felices y vivir nuestras vidas plenamente.
Lee más aquí:
Frost, D. M., & Meyer, I. H. (2009). Internalized homophobia and relationship quality among lesbians, gay men, and bisexuals. Journal of Counseling Psychology, 56(1), 97–109. doi:10.1037/a0012844
Herek, G. M., Cogan, J. C., Gillis, J. R., & Glunt, E. K. (1998). Correlates of internalized homophobia in a community sample of lesbians and gay men. Journal of the Gay and Lesbian Medical Association, 2(1), 17-25. doi:10.1023/B:JOLA.0000004499.34202.68
Meyer, I. H. (2003). Prejudice, social stress, and mental health in lesbian, gay, and bisexual populations: Conceptual issues and research evidence. Psychological Bulletin, 129(5), 674–697. doi:10.1037/0033-2909.129.5.674
Ross, M. W., Rosser, B. R. S., & Neumaier, E. R. (2008). The relationship of internalized homonegativity to unsafe sexual behavior in HIV-seropositive men who have sex with men. AIDS Education and Prevention, 20(6), 547–557. doi:10.1521/aeap.2008.20.6.547
Szymanski, D. M., & Carr, E. R. (2008). The roles of gender role conflict and internalized heterosexism in gay men’s psychological distress: Testing gender role conflict theory. Psychology of Men & Masculinity, 9(1), 40-54. doi:10.1037/1524-9220.9.1.40
Non-monogamous people are just as happy in their love lives as those with only one partner but are not “significantly” more sexually satisfied than traditional couples, research suggests.
Polyamory, open relationships and swinging are among the many forms of consensual non-monogamy. Polyamory has become increasingly mainstream, with a recent poll showing that one in 25 Britons have experienced it. A further one in 14 said they would be open to exploring it.
And the authors of a new study said their findings challenged what they called a prevailing “one-size-fits-all approach to relationships”, showing that contentment is not inextricably linked to monogamy.
Este libro debería ser obligatorio para quien trabaja en educación, para quienes tienen menores a su cargo y para cualquiera que esté interesado en educación, en general.
The Anxious Generation de Jonathan Haidt es un libro que explica cómo los teléfonos inteligentes y las redes sociales han transformado la infancia y la adolescencia, contribuyendo a una crisis de salud mental sin precedentes. Haidt dice que el aumento de la ansiedad, la depresión y la fragilidad emocional en los jóvenes está directamente relacionado con la disminución del tiempo que los niños pasan jugando sin supervisión, una tendencia a la sobreprotección el uso de smartphones. Presenta datos procedentes de trabajos académicos sobre la relación entre los móviles y la salud mental y propone soluciones para recuperar una infancia más saludable.
Haidt presenta datos que demuestran que las tasas de ansiedad y depresión entre adolescentes han aumentado un 70% desde la década de 2010 a 2020. Estas cifras coinciden con la aparición de los teléfonos inteligentes y la conexión permanente a redes como instagram: la presión constante por adecuarse a un modelo de vida y la comparación social entre los jóvenes, añadidas a un descenso en la asunción de riesgos y la interacción social cara a cara ha resultado ser un combo catastrófico para la salud mental de las generaciones nacidas a partir de 1995, más o menos. Es urgente que reconsideremos el grado de exposición de la juventud a las redes sociales o vamos a flipar.