No te preocupes, no eres la única adicta a los realities. Yo también estoy en el club de “¿otra temporada más?”. En este momento estoy viendo la última de The Secret Lives of Mormon Wives. Con toda la movida que tengo últimamente, entregarme a estos dramas absurdos es como darle vacaciones al cerebro: dejo de pensar en reuniones, correos, planes o si este fin de semana voy a querer morirme dos o tres veces. Bromeo por no tirarme por la venta. Durante un rato todo es solo chismes polígamos, secretos de TikTok y crisis existenciales mormonas. Validity, accountability y toda esta jerga. Y, oye, más sano eso que andar alimentando la ansiedad todo el día, ¿no?
“The Secret Lives of Mormon Wives” es una serie de telerrealidad que sigue a un grupo de madres mormonas célebres en TikTok (“MomTok”) mientras enfrentan las consecuencias de un escándalo viral de “soft swinging”. Más allá del drama sexual, el programa explora cómo estas mujeres concilian su fama, sus relaciones, su fe y su identidad dentro de la Iglesia SUD, desafiando muchas de las expectativas tradicionales de su comunidad.
Cinco años más tarde, vuelvo a votar usando las papeletas más grandes sobre la faz del planeta.
Son tan grandes que en Østjylland (Mordor) han tenido que crear urnas más grandes de lo habitual para que cupieran. Para votar tienes que pasar un curso obligatorio de origami. Os digo yo que poner la cruz en la cabina es una odisea. Y pensar que mi nombre iba a estar ahí…
Curiosidad: No son las más grandes del mundo. En Perú tienen unas que miden 44 × 42 cm y en Kosovo usaron unas que medían 50 cm de largo.
Y sí, lo he buscado. Lo mío ha sido todo un viaje intelectual en plena fiesta de la democracia.
Fuente: Danmarks Radio.Las papeletas de Perú, de El País.
Hoy son las elecciones municipales en Mordor. Los socialdemócratas pueden perder la alcaldía de Copenhague por primera vez en la historia.
Parece que la primera ministra danesa decidió que la mejor forma de competir con la derecha era imitarla. En tiempo récord ha pasado de socialdemócrata a decir que los inmigrantes van a arruinar el país. Ahora se sorprenden de que en Copenhague la gente esté hasta el coño de tanto postureo punitivo, aunque oficialmente sea por el precio de la vivienda.
Quién iba a imaginar que copiar a Meloni no iba a ganarse el cariño del electorado progresista.
La lengua islandesa, a punto de extinguirse por la inteligencia artificial y los medios en inglés, según su exprimer ministra.
El islandés (370.000 hablantes, más o menos) no está a punto de desaparecer. El gobierno se toma sus políticas lingüísticas tan en serio que parece que cada palabra nueva tenga que pasar por una ceremonia de coronación. Así que aunque el inglés esté en auge por la tecnología y el turismo, la lengua sigue firmemente protegida por un escudo institucional. No creo que vayan a dejar que se extinga ni aunque lo intente.
Katrín [Jakobsdóttir], who stood down as prime minister last year to run for president after seven years in office, said Iceland was undergoing “radical” change when it came to language use. More people are reading and speaking English, and fewer are reading in Icelandic, a trend she says is being exacerbated by the way language models are trained.
Si me conoces en persona, sabes que cuando me siento a trabajar, leer algo en internet o prepararme para salir, soy un artista en perder la concentración. De una cosa salto a la otra. Da igual la situación: puede ser manteniendo una conversación, viendo un reality o preparándome para salir a tomar algo. En el trabajo me he dado cuenta de que no rindo porque siempre estoy saltando de una cosa a otra. Muchas veces vuelvo a casa agotado pensando que he hecho mucho, y luego al cabo de una hora me doy cuenta de que no he solucionado nada porque paso de una cosa a otra. Al final siempre pasará una mosca que sea más divertida que lo que estoy haciendo. Pero es tentador pensar que he sido productivo y en realidad no lo he sido. Me engaño pensando que soy un experto del “multitasking” y en realidad no hago nada. Soy un experto en “multiprocrastinating”.
El multitasking es la ilusión de que estás haciendo más de una cosa a la vez, prestando atención a todas. En realidad no es así. Estás cambiando la atención de un sitio a otro y, cada vez, tienes que redirigir la atención. Terminas cometiendo más errores porque no es una manera eficaz de gestionar la concentración. Dicho esto, hay que entender primero qué es la atención.
¿Qué es la atención? La atención es un proceso cognitivo que filtra los estímulos a los que estamos expuestos. Constantemente estamos recibiendo información del mundo que debe ser revisada y catalogada por nuestro cerebro para decidir qué es valioso y qué no. Lo valioso es lo que nos permite hacer las cosas de forma efectiva: la información que vamos a necesitar para ejecutar una acción. En ese proceso, mucha información termina descartada porque no todo lo que estamos recibiendo es importante.
La vida pasa mientras recibes estímulos a cada segundo, uno detrás de otro y sin descanso, no existe el botón de silenciar mundo exterior. Todo entra, quieras o no. Y como no podemos cerrar las ventanas sensoriales como si fueran pestañas del navegador, el cerebro tiene que improvisar un mecanismo de descarte para no bloquearse. Básicamente va tirando a la papelera todo lo que considera prescindible. Si no lo hiciera, estaríamos ahí, atrapados procesando cada notificación, cada ruidito y cada pensamiento absurdo hasta convertirnos en un servidor saturado a punto de reiniciarse solo.
Amiga: tener las notificaciones del móvil activadas convierte cualquier chorrada en una urgencia disfrazada, bombardeando tu atención con estímulos que parecen importantes, cuando en realidad son ruido colándose en primera fila.
Si intentas centrarte en el trabajo y escuchas un podcast a la vez, ¿a qué estímulo estás prestando atención? Depende de muchos factores: de tu interés, de la situación y de lo que estés haciendo. Si estás limpiando, escuchar un podcast no interfiere demasiado. Pero si estás haciendo un trabajo que requiere procesar información, estás forzando a tu cerebro a decidir constantemente qué es lo importante.
Es muy fácil entenderlo: si bombardeas tu cerebro con información de un podcast, estás ocupando una capacidad de procesamiento que debería estar dedicada al trabajo. Tu capacidad de computación se reduce. Es como cuando haces que un ordenador termine una tarea que requiere procesador y, mientras esperas, abres otro programa. El ordenador se vuelve lento porque no puede procesar todo a la vez. Pues tu cabeza es igual. En cuestión de RAM, somos bastante limitados. Si no te interesa este tema, sáltate el cuadro siguiente.
El concepto “Magic 7” (o el número mágico siete, 7 ± 2) se refiere a un principio clásico de la psicología cognitiva, propuesto por George A. Miller, que establece que la capacidad de almacenamiento de nuestra memoria de trabajo (o a corto plazo) es limitada, oscilando típicamente entre cinco y nueve elementos (chunks o piezas de información) discretos. Es decir, al procesar información de forma inmediata, nuestro cerebro solo puede manejar una media de siete unidades de información simultáneamente antes de que la nueva información desplace a la anterior, lo que subraya una limitación fundamental en nuestra capacidad de atención y procesamiento consciente, y explica por qué tareas como memorizar números de teléfono largos requieren agrupar la información. Por eso no podemos memorizar secuencias largas y tenemos que dividirlas en grupos (como cuando memorizábamos números de teléfono).
Cambiar de tarea: el coste oculto
Además de sobrecargar nuestro cerebro con información, para que esa información sea procesada necesitamos usar recursos de concentración. Nuestro cerebro no puede decidir qué es importante con dos cosas a la vez. Primero decidirá una y después decidirá la otra. Si los dos ítems de información pertenecen a tareas diferentes, el cerebro establece una secuencia para decidir uno a uno los ítems redundantes. Es lo que se conoce como “shifting”, o atención alternante.
Cuando creemos que estamos haciendo dos cosas a la vez, en realidad estamos cambiando de una cosa a otra muy rápido. Y creemos que estamos concentrados en ambas. No es cierto. Y además, forzar al cerebro a cambiar continuamente lo hace menos efectivo.
¿Por qué? Porque cada vez que prestamos atención a dos tareas diferentes, estamos activando dos “programas” distintos. Primero uno, lo abrimos, procesamos la información. Lo cerramos, abrimos otro, procesamos, cerramos, abrimos el primero, y así todo el rato.
Cuando tu cerebro mezcla programas
¿Qué puede ocurrir? Que en una de esas, proceses información con el “programa” equivocado. Imagínate que estás escuchando un podcast sobre el comportamiento social del cangrejo de las Maldivas y pasando datos de facturas a una hoja Excel. Necesitas un programa mental para procesar las facturas pagadas y otro para fascinarte con los rituales de apareamiento del crustáceo del Índico. Los programas que activas se llaman esquemas cognitivos.
¿Qué es un esquema cognitivo? Un esquema cognitivo es un marco mental o una estructura organizada de conocimiento que un individuo utiliza para organizar, interpretar y dar sentido a la inmensa cantidad de información que recibe del entorno. Funcionan como atajos mentales (heurísticos) que nos permiten procesar rápidamente la realidad, ya que engloban un patrón de pensamientos, recuerdos, emociones y creencias interconectadas sobre un tema específico (personas, situaciones, el yo, etc.), y eso guía nuestras expectativas, influye en nuestra atención selectiva y, en última instancia, condiciona nuestro comportamiento. Si bien son esenciales para la adaptación, los esquemas pueden volverse rígidos o disfuncionales (como en el caso de los estereotipos o creencias limitantes), requiriendo un proceso de modificación para adaptarlos a nuevas experiencias.
¿Qué pasa si antes de cerrar el programa “CANGREJO” procesas la factura de la comida con tu amiga y la incluyes por error en la lista de COMIDAS DE TRABAJO para Hacienda? Que las probabilidades de cagarla son enormes. Es lo que se llama switching cost. Según la Asociación Americana de Psicología, cambiar de tarea constantemente puede reducir la productividad hasta un 40%, aumentando la fatiga mental y la posibilidad de que te equivoques.
No haces más, haces peor
No hacemos más cosas al mismo tiempo; las hacemos peor y más cansados. Nuestro cerebro no fue diseñado para el caos de las notificaciones ni para trabajar con tres ventanas mentales abiertas. Cada cambio de tarea agota, roba energía y reduce la calidad del resultado. La multitarea no te hace eficiente: te convierte en un equilibrista cansado que corre sobre una cuerda floja sin avanzar.
Consejos vendo, que para mí no tengo: cuando pienses que estás haciendo de todo, recuerda que tu cerebro está corriendo en círculos, persiguiendo su propia cola neuronal. Mejor haz una sola cosa, hazla bien y luego, si te queda energía, ya verás lo del cangrejo.
El dudoso documental sobre si Hitler tenía un “micropene”.
Que el documental “Hitler’s DNA: Blueprint of a Dictator” se plantee diseccionar el genoma del Adolf Hitler (preguntando si tenía micropene, testículo retenido o diagnósticos genéticos previos) no es sólo sensacionalismo barato: es un síntoma de cómo seguimos invocando la biología para explicar la maldad, cuando lo que de verdad necesita explorarse es la ideología, la estructura de poder y la cultura del odio. Y aunque la ciencia puede aportar matices sobre los condicionamientos biológicos, usarla como puente directo al por qué del terror nazi corre el riesgo de naturalizar lo que fue una construcción política y social, no un fallo genético inevitable.
Últimamente pienso mucho en el estrés, en cuánta gente a mi alrededor está al borde del derrumbe y en cómo mi vida se ha vuelto una secuencia perfecta de apocalipsis atómicos cada seis horas. Por eso vuelvo al tema: ¿qué le ocurre a nuestro cerebro cuando está estresado? No hablo del agobio que sientes cuando te das cuenta de que has olvidado el cumpleaños de una persona importante, sino del que te deja aterrorizado. Y sobre todo: ¿es el cortisol el único responsable de cómo vivimos el estrés?
Se dice, se cuenta, se rumorea, que el cortisol es el culpable de todo lo malo que te pasa: de que no puedas dormir, de que saltes a la mínima o de que le pongas morcilla a la paella. El cortisol es la kriptonita del cerebro. Sube el cortisol, te empieza a ir todo del culo, dejas de acordarte de las cosas, tu vida se convierte en un caos y te vuelves en una bomba de relojería con patas. Bueno, pues sí y no.
El hipocampo y el cortisol
En el centro de esta historia está el hipocampo, la región del cerebro que se encarga de transferir información de la memoria a corto plazo al almacén a largo plazo. Tiene forma de caballito de mar, por eso se llama así. Cuando el hipocampo falla, dejas de poder aprender cosas nuevas. Es la razón por la que uno de los primeros síntomas del alzhéimer es que las personas preguntan la misma cosa una y otra vez, es uno de los primeros fenómenos que se observa en la enfermedad.
Si se estropea el mecanismo de gestión del almacenamiento (el hipocampo,)las personas que sufren alzhéimer repetirán la pregunta una y otra vez. Lo hacen porque no recuerdan que ya han preguntado. Es que el recuerdo de ese episodio nunca llegó a la memoria a largo plazo porque el hipocampo nunca dio la orden de que esa información se guarde para usarla después. Y después de unos segundos en la memoria a corto plazo, la información se desvanece porque hay que hacer sitio a información nueva.
Cuando estás muy estresado, ocurre algo parecido: el hipocampo empieza a funcionar regular y tu memoria se dispersa. No solo tu memoria, también tu atención, tu serenidad y, a veces, hasta tus ganas de hacer scroll infinito en las redes sociales.
¿Pero qué tiene que ver el cortisol con todo esto? Por partes: resulta que el hipocampo tiene muchos receptores de cortisol, que funcionan como cerraduras. Si llega la llave adecuada (el cortisol), la cerradura se abre, la neurona del hipocampo se activa. Si llega otra llave con forma distinta, no encajará en esos receptores. Da igual cuántas uses, que no lo hará. Pero con los niveles de cortisol por las nubeas a todas horas, a fuerza de activarla continuamente, se pone en marcha un cambio en la expresión genética de la célula. Y ahí es cuando viene lo malo. Si tienes el hipocampo hecho unos zorros, la has cagado.
En otros mamíferos podemos observar los mismos procesos. Para las ratas no vale lo del cortisol, pero podemos echarle un ojo a los niveles de corticosterona y a sus efectos, que más o menos es lo mismo. Para el caso, sirve. ¿Si la corticosterona no es lo mismo que el cortisol, para qué vamos a mirar o que les pasa a las ratas? Pues porque la alternativa es experimentar con humanos. Y eso suele salir regulín.
Si no te interesa saber la diferencia entre el cortisol y la corticosterona, sáltate los dos párrafos de la caja.
El cortisol es el glucocorticoide principal en los humanos (y en la mayoría de los mamíferos), la hormona que se dispara con el estrés y que se encarga de regular el metabolismo de carbohidratos, grasas y proteínas, y de suprimir la inflamación. La corticosterona, en cambio, se secreta en mucha menor cantidad en personas y actúa principalmente como un precursor de la aldosterona, un mineralocorticoide.
Sin embargo, en los roedores, la corticosterona es el glucocorticoide dominante de forma natural, la que maneja las riendas de la respuesta al estrés. Por eso, si queremos saber lo estresada que está una rata en un experimento, medimos la corticosterona, porque el cortisol es poco más que una anécdota bioquímica en esos animales. Cada especie tiene su propio glucocorticoide estrella, y el nuestro es mucho más popular que el de las ratas.
Desmontando el chiringuito del cortisol
Siempre se ha pensado que el daño neuronal vinculado al estrés derivaba directamente de la cantidad de cortisol. Cuanto más estrés, más cortisol. Cuanto más cortisol, más daño en el hipocampo. Parece una relación de causa y efecto muy clara. Pero la psicología es de levantar la ceja cuando alguien dice que una situación es la causa única de un comportamiento. Normalmente, no todo es tan fácil y si te dicen que sí, es mentira.
Bruce McEwen y Elizabeth Gould (referencias más abajo) decidieron estudiar qué les pasa a las ratas cuando las sometemos a situaciones de estrés para saber si efectivamente el cortisol era la única responsable de las consecuencias del estrés que nos joden. Más o menos pensaron: “vamos a coger varias ratas, las vamos a estresar de diferentes formas y vamos a ver qué pasa”. Coger dos clases de tercero de primaria de un colegio público y torturar a las criaturas estaba descartado. Por lo que sea.
Plantearon dos situaciones totalmente distintas que les elevaban a las ratas los niveles de corticosteroides más o menos al mismo nivel:
Escena de terror
Imagina: una rata aterrada, inmovilizada, sometida a estrés agudo e incontrolable. Corticosterona por las nubes. ¿Es cruel? Sí. ¿Deberíamos darle una vueltecita al asunto? También.
Gimnasio ratuno
Ahora ves a una rata corriendo felizmente echando el higadillo en su rueda, agobiada por el esfuerzo y acordándose de los ancestros de McEwen y Gould. Los niveles de corticosterona hasta el infinito y más allá.
La hipótesis clásica dice que, si lo que importa es la cantidad de cortisol circulando por los cuerpos de las ratas, ambas condiciones tendrían los mismos efectos neuronales. Si todas las ratas están estresadas tendría que pasarles lo mismo, ¿verdad? Pues no. Los resultados mostraron que la experiencia no había sido la misma y que las situaciones habían tenido consecuencias diferentes en sus cerebros:
Escena de terror
Las dendritas se encogen, disminuye la cantidad de conexiones, las ratas aprenden peor y son más vulnerables a conductas depresivas. Rata jodida.
Gimnasio ratuno
Las dendritas crecen, aumenta el número de conexiones y el estado de ánimo parecía mejorar. Rata viviendo la vida a tope.
El nivel de cortisol, muy elevado en ambas situaciones, no tuvo las mismas consecuencias fisiológicas. La diferencia, por tanto, parece que no es la cantidad de cortisol (o sea, la intensidad del estrés, aunque decirlo así es inexacto) sino el tipo de situación que genera esos picos de corticosterona; el estrés es fortísimo en ambas, pero no parece que sea el mismo tipo de estrés.
Todas las ratas lo pasaron del culo en el momento, pero (atención a la sorpresa) las que hicieron ejercicio estaban menos jodidas que a las que habían torturado. Esto no demuestra que ir al gimnasio te vuelva más listo o más feliz y que si te torturan te vas a deprimir. Lo que sugiere es que el hipocampo no reacciona al nivel de cortisol por sí solo, sino al cortisol dentro de un contexto. O sea, que si te sube el cortisol no necesariamente vas a estar con esa sensación de estrés de la que hablamos.
La diferencia entre dos situaciones con niveles similares de cortisol, pero efectos opuestos en el hipocampo, nos obliga a mirar más allá. No basta con medir la intensidad del estrés, sino el contexto, la duración o el grado de control que el organismo percibe.
Tenemos que entender que el cortisol no es el villano ni el monstruo final del juego, sino una consecuencia y a la vez un potenciador de una experiencia negativa. Es el altavoz que amplifica la señal que recibe el cerebro: “peligro inminente y falta de control” o “esfuerzo voluntario y controlado”.
La amígdala: la reina del drama en tu cerebro
Si el hipocampo es el archivista que intenta poner orden en la información nueva que te llega, la amígdala es la dramática que interrumpe ese proceso gritando “¡peligro!”. Es una pequeña estructura con forma de almendra escondida en lo profundo del cerebro, y su trabajo consiste en detectar amenazas. El problema es que, bajo presión, la amígdala se pone histérica y empieza a sobreactuar. Si tienes el cortisol por las nubes, enhorabuena, vas a experimentar estrés.
Algo más técnico sobre la amígdala que también te puedes saltar si te peta.
¿Qué es la amígdala? La amígdala es una estructura del sistema límbico ubicada en la parte interna del lóbulo temporal del cerebro, con forma de almendra, que desempeña un papel clave en la regulación de las emociones, especialmente el miedo, la ira y la respuesta ante amenazas. También participa en la formación y almacenamiento de recuerdos emocionales, influyendo en cómo reaccionamos ante situaciones basadas en experiencias previas. Su función es esencial para la supervivencia, ya que ayuda a activar respuestas rápidas frente a peligros y a procesar estímulos que tienen carga emocional.
En los experimentos como los de McEwen y Gould se ha visto que cuando se somete a las ratas a estrés continuo, las amígdalas se agrandan. Literalmente. Sus conexiones se refuerzan, lo que significa que las respuestas emocionales se vuelven más intensas y duraderas y te vuelves en general más reactivo. Mientras tanto, el hipocampo, que debería guardar la calma mantener las cosas en perspectiva, se encoge, se queda mirando al infinito y pierde eficacia.
En morado, tu amígdala. De Grey’s Anatomy. Enlace.
Cuando la amígdala toma el control y el cerebro entra en modo alarma, todo se vuelve urgente, peligroso o personal. Da igual si es un león, tu jefe o esa notificación de WhatsApp que nunca llega: la reacción es la misma. Por eso, en momentos de estrés, no piensas, solo reaccionas. La amígdala manda, el hipocampo se apaga y el lóbulo frontal mira la escena como quien observa un incendio con una taza de café en la mano.
Y luego te preguntas por qué tomas malas decisiones cuando estás agobiado. Pues porque tu cerebro, en ese momento, no está buscando soluciones: está buscando sobrevivir. Ojo, la amígdala está ahí para lo que está, o sea, para que no te coma el león. El problema es cuando llevas un tiempo (o toda tu vida) en una situación de mierda. Con el tiempo, ese estado termina por pasarte factura. Y ahora es cuando toca hablar de la carga alostática.
Las consecuencias del desastre: la carga alostática
Este concepto, propuesto por Bruce McEwen, describe cómo el sistema que normalmente nos ayuda a adaptarnos puede volverse perjudicial si se activa de manera crónica o en situaciones de falta de predictibilidad y control. No se trata solo de “tener mucho estrés”, sino de cómo el organismo paga un precio por sostener esa activación: alteraciones en el metabolismo, el sistema inmune, la presión arterial y, en el cerebro, cambios en estructuras como el hipocampo y la amígdala. Para aclararnos, la carga alostática es el coste biológico que pagamos por la adaptación prolongada a situaciones de estrés. También explica por qué dos individuos con niveles similares de cortisol pueden experimentar a largo plazo consecuencias muy distintas según el contexto.
¿Qué es la carga alostática? La carga alostática es el desgaste acumulado en el organismo cuando se mantiene activa la respuesta de estrés durante demasiado tiempo o bajo condiciones donde la persona (o rata) no tiene control.
Cuando el cortisol amplifica una señal de peligro constantemente, actúa como un catalizador de la respuesta de estrés. En este contexto, el organismo interpreta la situación como una amenaza inminente y fuera de control y activa mecanismos defensivos que, si se prolongan, simplemente te desgastan. Este estado sostenido contribuye a la carga alostática, o sea, las consecuencias negativas de mantener el sistema de alerta encendido demasiado tiempo. El resultado puede ser daño en tejidos, alteraciones inmunológicas y cambios en el cerebro, como la reducción de neurogénesis en el hipocampo.
Por el contrario, cuando el cortisol amplifica una señal de reto voluntario, su papel cambia radicalmente. Aquí, la activación del eje del estrés ocurre en un marco de control y predictibilidad, como durante el ejercicio físico o el aprendizaje desafiante. En estas condiciones, el cortisol facilita la adaptación: promueve la neuroplasticidad, mejora la eficiencia metabólica y refuerza circuitos cerebrales implicados en la memoria y la motivación. En lugar de desgaste, el organismo experimenta crecimiento y resiliencia, demostrando que no es la hormona en sí la que determina el daño o el beneficio, sino el contexto en que se libera.
Consecuencias de una carga alostática prolongada: hipertensión arterial crónica y aumenta el riesgo cardiovascular; desregula el sistema metabólico produciendo resistencia a la insulina, diabetes tipo 2 y obesidad; induce inflamación crónica que compromete la función inmunológica; y, por si fuera poco afecta el sistema nervioso central, contribuyendo al deterioro cognitivo, la ansiedad y la depresión, culminando en un progresivo desgaste óseo y muscular.
¿Y qué pasa con los humanos?
Para empezar, comparar cerebros de ratas y humanos es complicado. Son especies distintas, vale, pero hay principios biológicos conservados que sirven como referencia. Aun así, siempre existe el debate sobre cuánta información de lo que aprendemos sobre las ratas es extrapolable a los humanos y sobre la ética de experimentar con animales.
Si obviamos esta cuestión, lo que tiene que quedar claro es que cuando sentimos estrés, no podemos culpar solo al cortisol. Participa, sí, pero el contexto es la clave y si tienes una amígdala nerviosita, puedes liarla muy parda.
La palabra estrés, además, se usa de forma caótica: metemos bajo ese término cualquier cosa que nos agobia. En términos fisiológicos, el estrés es una reacción normal del cuerpo para ayudarte a responder. La psicología asume que el estrés es la percepción de que las demandas superan tus recursos. Se entiende como la percepción de que las demandas externas superan nuestros recursos internos, y eso suele generar tensión emocional. También existe una visión más social, en la que el estrés se relaciona con presiones del entorno: trabajo, relaciones, expectativas culturales.
El “estrés” del experimento de las ratas es un estrés puramente fisiológico. Cuando hablamos de que estamos estresados, lo hacemos porque sentimos presión, estamos en una situación complicada o nos sentimos completamente superados por lo que tenemos encima.
Llamamos “estrés” tanto a la activación que te ayuda a rendir como al estado que te destruye por dentro. Uno te impulsa, el otro te desgasta. Uno favorece la neuroplasticidad, el otro eleva la carga alostática.
La próxima vez que escuches a alguien diciéndote que todo lo que te pasa es por culpa del cortisol, sentenciando y a ser posible con aires de superioridad: el cortisol no es la causa, es el altavoz. La amígdala interpreta la situación y decide si estás ante un desafío o ante un apocalipsis personal.
Y cuando termines de explicarlo, márchate agitando la capa con toda la dignidad del mundo.
Referencias
Gould, E., & Tanapat, P. (1999). Stress and hippocampal neurogenesis. Biological Psychiatry, 46(11), 1472–1479.
McEwen, B. S. (1998). Protective and damaging effects of stress mediators. New England Journal of Medicine, 338(3), 171–179.
McEwen, B. S. (2001). Stress and hippocampal plasticity. Hippocampus, 11(2), 57–61.
McEwen, B. S., & Gianaros, P. J. (2010). Central role of the brain in stress and adaptation: Links to socioeconomic status, health, and disease. Annals of the New York Academy of Sciences, 1186(1), 190–222.
McEwen, B. S., & Stellar, E. (1993). Stress and the individual: Mechanisms leading to disease. Archives of Internal Medicine, 153(18), 2093–2101.
19 años dando por el HENTREKØTT
La danesa Donor Network ha empezado a descartar el semen de todos los donantes con un CI inferior a 85 o con antecedentes penales. Dicen que para tranquilizar a los compradores. Yo digo que esto es eugenesia y que de eso en Alemania sabían mucho.
La idea de que la inteligencia o la criminalidad son rasgos determinados genéticamente es una simplificación peligrosa que ignora la realidad material en la que las personas viven y se desarrollan. Ningún gen determina el destino intelectual o moral de un ser humano. Lo que sí lo suele hacer son las condiciones concretas como el acceso a la educación, la alimentación, la vivienda, la estabilidad emocional o la posibilidad de participar plenamente en la vida social. La inteligencia florece cuando hay recursos y oportunidades, y la criminalidad emerge muchas veces como respuesta a la desigualdad y la exclusión.
Maravilla.
A new history of Eastern Europe, covering all the countries between Germany and Russia, from Estonia in the north to Albania in the south. Starting in the first millennium A.D. and running up to the 2022 invasion of Ukraine, the book tells the story of a region long derided as the “other Europe.” Drawing on travel, literature, archival research and my family’s history, Goodbye, Eastern Europe describes the life and times of a place riven by multiple borders – of religion, empire, class and ideology – which have combined to make it unlike anywhere else. It also narrates Eastern Europe’s tumultuous path through the 20th century, with the highs and lows of national independence, world war, Stalinism, socialism and finally, a return to freedom. A long passage, sometimes comic, but usually tragic, which has ended in 2023 just as it began in 1914, with the region as yet again a flashpoint for global conflict.
Jacob Mikanowski
Mikanowski cuenta que en los Balcanes existe una práctica ritual llamada kurban, un sacrificio animal presente en todas las clases sociales. El suegro de unos de sus primos, de nombre Tomasz, antropólogo especializado en arquitectura y devoción tradicionales, vivió con una familia en un pueblo de Macedonia. Un día, el jefe de la casa le pidió que sacrificara un cordero. Tomasz se puso nervioso: un sacrificio mal hecho puede echar a perder la cosecha de todo un año. Pero no se trataba de hacerlo por la familia, sino por él mismo: como adulto que nunca había sacrificado un animal, corría peligro de atraer la mala suerte y la enfermedad. Y no, no es una costumbre arcaica confinada a los pueblos. Años después, cuando tuvo problemas de vista, sus colegas universitarios en Sofía le sacrificaron un gallo para ayudarle a sanar.
Qué bonito cuando la ciencia y la superstición colaboran de forma tan sangrienta. Que conste que no es un juicio, solo una observación culturalmente fascinante.
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