Khrushev is supposed to have called Berlin ‘the testicles of the West: every time I want to make the West scream, I squeeze on Berlin’.
Katja Hoyer, Beyond the Wall
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Los testículos de Europa
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Poliamor de mercado, monogamia patriarcal y otras trampas del «queerer»
Hay una cosa que llevo rumiando desde hace tiempo: ¿cómo hemos llegado a esta glorificación casi religiosa de las relaciones abiertas, sobre todo entre los hombres gay? Y no porque tenga nada en contra de que la gente folle con quien quiera, sino porque tengo la sensación de que nos estamos tragando sin masticar otro relato normativo, disfrazado de liberación sexual, que en realidad es más neoliberal que revolucionario. Pero a muchos les han convencido de que es eso precisamente, una contribución a la lucha contra el patriarcado, nuestro granito de arena a la liberación marika. Y después, ya podemos seguir con nuestras vidas. Circulen.
Todo esto viene porque he leído en The Guardian la historia de una pareja hetero (Fred y Hester) que se separan, empiezan a acostarse con otras personas, redescubren el deseo mutuo, y acaban volviendo más sabios, más seguros, más sueltos. Una maravilla todo. Y voy yo y pienso: ¿cuánto de eso no es exactamente lo mismo que se repite en muchas relaciones abiertas LGTBIQ+? Es esa idea de mierda de que para que funcione el amor hay que meterle mercado, variedad y constante rotación de cuerpos. Como si la cantidad garantizara la calidad y el bienestar. Como si el deseo solo se sostuviera a base de novedad y consumo rápido. Es como decir que la población venezolana no es libre porque no puede ir al Burger King. Como si la libertad consistiera en poder elegir la comida rápida de la que te vas a morir.
Venga, va, vamos a ser honestos. Las parejas abiertas son difíciles. Mucho. Y las parejas abiertas de maricones, más aún. No por moralina ni por trauma, sino porque estamos nadando en aguas aún más turbias: por un lado, queremos deshacernos del modelo monógamo tradicional, esa institución del patriarcado que ha funcionado durante siglos como herramienta de control de las mujeres, del deseo, del cuerpo, de la herencia y de la reproducción. Es un modelo que nos ha venido jodiendo a la mayoría de los maricones desde hace mucho. Al mismo tiempo, aplicamos la lógica neoliberal a nuestras relaciones: maximizar el placer, diversificar la cartera sexual, huir del aburrimiento como si fuera la peste, consumir polvos. Lo queremos todo. Y lo queremos ya. ¿Y si no lo tenemos? Ansiedad. Autoestima por los suelos. Grindr. Otra ronda. Scroll.
Dicho esto, pienso: ¿no será que las parejas abiertas, en lugar de liberarnos del patriarcado, nos hacen firmar otro contrato de permanencia con el capitalismo emocional? ¿No estaremos validando la idea de que más es siempre mejor, incluso cuando “más” nos deja vacías?
Abro otro melón: ¿qué me decís de esas parejas súper enamoradas que al cabo de diez meses de conocerse están abriendo la pareja? Ay, chica, yo qué sé, pero me da por pensar que tan enamorados no estaban. Como me oiga la Policía Queer Antifascista, me lleva preso. Que igual yo me enamoro de otra forma y soy yo el que tiene la cabeza carcomida. Pero cuando me ha pasado de verdad, sólo he querido follar con esa persona. ¿Y qué hacemos con esos que sólo se validan cuando han follado o cuando tienen novio? Que eso es muy marika: es lo de estar «conociendo a un chico» cada dos semanas, en una rutina imparable de buscar a alguien que valide tu cuerpo y te valide a ti. Porque tengo que follar mucho pero tener pareja y viajar y saberme todos los grupos de modernas folklóricas porque yo soy muy revolucionaria y escucho muixerangas, pero también veo Eurovisión y me gasto en Primark tres euros por una camisa que ha cosido mano esclava infantil. O sea, qué jaleo.
Vamos a hablar de las parejas abiertas que buscan a terceros online porque han tenido esa conversación iluminadora, la que hace que construyan una narrativa entre los dos para justificar follar con otros. ¿Soy yo o es un clásico empezar escribiendo en Grindr «vamos juntos» y terminar follando por separado cada tres días? ¿Soy yo o esas parejas terminan mintiéndose por sistema, con honrosas excepciones? ¿Por qué necesitan follar con uno detrás del otro constantemente para hacer ostentación de ser antipatriarcal? Si me dijeras que están teniendo dos orgasmos cósmicos a la semana, lo entendería. Pero no. La mayoría de los polvos con desconocidos son, vamos a decirlo, mediocres. No porque falte técnica, que también, sino porque falta vínculo, conocimiento mutuo y cuidado. ¿Cómo va a compararse eso con follar con alguien que te conoce, que te escucha, que te mira con deseo incluso cuando no te has duchado? El problema es, precisamente, cuando no te desea. Haz algo por recuperar a tu pareja, la persona a la que dices que amas, que el patriarcado y la monogamia no son lo mismo, joder. ¿De verdad queremos sustituir la intimidad por el scroll eterno? Soy muy fan de Adrienne Rich y su “la sexualidad sin deseo mutuo, sin conexión, es solo otra forma de alienación.” Fin de la cita y qué gran verdad, maricón. Hemos caído en la trampa de mezclar deseos, cuantificaciones y consumo al creer que de ahí saldría la revolución queer. Que no, que al patriarcado no se le combate solo follando con desconocidos.
Tampoco digo que la pareja monógama sea la solución mágica. Porque esa solución no existe y porque históricamente ha sido una jaula, sobre todo para las mujeres y las personas queer. Pero reproducir el modelo sin cuestionarlo, solo que con más cuerpos en rotación, tampoco nos va a salvar. De hecho, a veces nos hunde más. Porque cuando todo gira en torno a follar mucho y variado, ¿qué pasa si no tenemos ganas? ¿Si no estamos bien? ¿Si no hay matches? ¿Y si estamos en una silla de ruedas? ¿Nos sentimos fracasadas? ¿Indeseables? ¿Deprimidas? ¿Qué dirá el Komité Queer de las Buenas Costumbres? Consumir sin parar es lo más reaccionario, joder, que no os enteráis.
Y añado algo de sicalipsis, pero que se nos olvida a la hora de «abrir la pareja»: si yo he tardado cincuenta años en aprender a masturbarme como Dios manda, ¿cómo piensas tú, alma de cántaro, que vas a venir y me vas a hacer una mamada «con premio» en cinco minutos? Es que es imposible y eres muy lerdo si piensas y esperas que sí. Pero también eres imbécil si piensas que vas a ser mucho más feliz viviendo con tu pareja mientras quedas por Grindr para que uno te alivie en el portal de tu casa.
Cuando hablamos de modelos afectivos alternativos, tenemos que ir más allá de abrir o cerrar relaciones. Tenemos que hablar de qué valores queremos que rijan nuestros vínculos: el compromiso, la ternura, la honestidad, la mutualidad, la posibilidad de construir algo común que no sea una cárcel, pero tampoco un centro comercial.
Las familias y las parejas LGTBIQ+ no estamos aquí para copiar el pack heterosexual de casa, hijos y sábana bajera blanca a falta del Volvo ranchera, que cuestan una pasta. Pero tampoco deberíamos convertirnos en la punta de lanza del capitalismo rosa. Podemos y debemos inventar otras formas de querernos, que no pasen ni por la exclusividad tóxica ni por la productividad sexual compulsiva.
Si, como dice Hooks, el amor no es dominación, sino libertad, entonces esa libertad no la vamos a encontrar en la lógica de acumular amantes como likes. Es lo mismo que entender que ir al McDonalds te hace libre. Igual encontramos esa libertad en la posibilidad de crear modelos afectivos donde podamos respirar, desear, y sobre todo, cuidarnos.
Maricones y huestes LGTBIQ+: hablemos de amor, de deseo y de libertad sexual. Pero también de cuidados, de comunidad, de tiempo compartido y de proyectos comunes. Porque el poliamor y las parejas abiertas no son la panacea. Y la monogamia tampoco. Ni las parejas que se abren en un intento de «no ser celoso». Yo no lo soy, que conste, pero si lo eres, no pienses que por tener tres conversaciones con tu pareja al respecto va a hacer que dejes de serlo. El problema es que eres celoso, no que toleres que tu novio folle con otros. Lo que sí puede ser revolucionario, en este mundo que nos quiere maricas de bien y ricas, pero solas, cansadas y deseando más, es quedarnos, construir, cuidarnos y comprometernos. Aunque eso no se pueda monetizar.
Qué pesado soy, joder.
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Sobre los deberes en los coles
Sigo sin entender cómo en pleno 2025 seguimos defendiendo los deberes de toda la vida. Que no, que no “forman el carácter” ni “preparan para la vida real” ni hacen que se repase lo que se ha aprendido. Lo que hacen, muchas veces, es reforzar desigualdades. Sorpresa. Porque no es lo mismo hacer los deberes en una casa con wifi, silencio, apoyo y fruta cortada que en un piso con tres hermanos, una tele a todo volumen y una madre que llega a las ocho reventada del curro. Y sí, las madres son las que siguen ocupándose de que la muchachada estudie y haga los deberes como toca.
Ojo con el reparto de tareas: cuando los deberes entran por la puerta, el patriarcado se sienta a la mesa. En muchísimas casas, son las madres las que asumen el seguimiento escolar: las que preguntan, las que imprimen, las que se sientan a repasar. Y no porque los padres no estén, sino porque seguimos arrastrando la idea de que la educación (como los tuppers, las vacunas o las notas del cole) es “cosa de ellas”. Así que los deberes no solo alargan la jornada escolar, sino también la de muchas mujeres que ya llegan al final del día hechas mierda. Es una carga que no se contabiliza, pero pesa.
Los deberes funcionan y han funcionado siempre como una extensión de la jornada escolar, pero sin maestras, sin condiciones, sin igualdad de oportunidades y, sobre todo, sin sentido pedagógico. Y en esto somos quienes nos dedicamos a esto los que tenemos que darle una buena pensadita. Son la prueba de que seguimos midiendo la educación en tiempo y no en calidad. De que seguimos creyendo que más es mejor. Spoiler: no lo es. O de que la letra, con sangre entra.
Y sí, claro que puede haber tareas con propósito pedagógico: leer algo que emocione, investigar una pregunta, escribir lo que te pete con unas pautas para hacerlo de forma ordenada o practicar matemáticas en situaciones de la vida cotidiana y no repartiendo manzanas. ¿Por qué siempre son manzanas? Pero eso no suele ser lo que se manda. Lo que se manda son fichas en serie, multiplicaciones sin contexto, redacciones tipo “qué hice el fin de semana” (lo mismo de siempre, profe). Tareas que aburren hasta a la tortuga, que nadie quiere corregir y que acaban crispando a toda la familia. El objetivo es terminarlos para que puedas ver la tele o jugar a la consola o cerrar la puerta de tu habitación
A veces me da la impresión de que los deberes siguen ahí no porque funcionen, sino porque no nos atrevemos a deshacernos la idea de que la educación tiene que doler. Que la infancia necesita entrenamiento, no socialización y pasarlo bien. Que cuanto antes se acostumbren a las exigencias del sistema, mejor. Repito: nos importa que aprendan a cómo funciona el mundo y a que se saquen las castañas del fuego, no sea que vayan a convertirse en personas de paguita.
Lo que necesitan estas criaturitas de Dior es tiempo libre, juego, descanso, conversación, equivocarse sin pánico, aprender sin castigo, cagarla en un entorno en que puedan hacerlo y aprendan. Lo que necesitan son adultos que no anden todo el día diciendo “venga, que se te acumula”. Y siempre bajo la premisa de que primero son los deberes y después el disfrute, ahí, para que aprendan a quitarse las cosas de encima y a cumplir con sus obligaciones.
Con siete años, kary, lo que tienen que hacer es saltar como macacos y hacer coreografías en grupo. Ya aprenderán la cultura del esfuerzo más tarde, que de eso hay tiempo.
Los deberes, tal y como los entendemos, no forman: clasifican. Y siempre clasifican igual. Refuerzan las ventajas de quien ya las tiene. Penalizan a quienes no pueden. Y enseñan desde muy peque a adaptarnos a este capitalismo que nos hemos montado. Y luego fingimos sorpresa cuando vemos a quién votan los jóvenes.
Cuando viene un niño acojonado a confesar que no ha terminado los deberes, o cuando una madre me escribe agobiada porque no le da la vida para ayudarle, me dan ganas de coger todas esas fichas y hacer una hoguera bien grande, con mascletà, y todo. Porque si educar va de eso, mal vamos.
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“Yo, adicto”
El enfermo no acepta ser adicto, no reconoce que necesita ayuda. Vive en una subcultura particular y utiliza un lenguaje con códigos típicos de esa subcultura para comunicarse. Es una persona con inteligencia promedio o superior (la mayoría). Tiene conflictos con la autoridad y la rechaza. Es egocéntrico e individualista, se suele preocupar poco por los demás. Distingue entre el bien y el mal, pero cuando actúa primero lo hace y después piensa (es impulsivo). Tiene controles internos pobres o débiles. Es inconsistente, no persevera. Comienza las cosas pero no las termina. No tolera la rutina. Vive el presente como un niño. Quiere las cosas cuando las pide y no puede esperar. No planifica en base a la realidad. Es manipulador, siempre busca salirse con la suya. Es inmaduro, ansioso e inseguro. No aprende de sus experiencias ni de las de otros. Tiene una bajísima tolerancia a la frustración y también una bajísima autoestima. No se hace cargo ni se responsabiliza de sus conductas, los culpables siempre son los demás. Presenta embotamiento afectivo, le cuesta sentir amor y se le hace muy difícil recibirlo. Es mentiroso y se cree sus propias mentiras. Tiene ambiciones y autoexigencias desmedidas, así como una gran capacidad para seducir y agradar. No se conforma nunca, siempre quiere más. O provoca conflictos con su pareja (objeto que puede usar como quiere) o, por el contrario, se deja usar. Trata de modificar el mundo de acuerdo con sus propios intereses. Le cuesta aceptar las reglas y las pautas externas. Es un ser desconfiado. Su complejo de inferioridad a menudo se desarrolla en forma de patología narcisista. Tiene poca confianza en sí mismo. A veces se torna irascible, negativo y hostil. Siente una culpabilidad y una vergüenza permanentes con autodesvaloración, minusvalía y tendencia al autocastigo. Tiende a la amargura existencial y la depresión. Necesita obtener la aprobación de los demás.
Javier Giner, p. 115.
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