Hay que desinstalarse Instagram. No hoy, ayer. Yo ya lo hice, pero mucha gente cercana lo sigue usando y cuando me pasan algo me horrorizo por sistema. Lo que empezó como una red social para compartir fotos con filtros feos se ha convertido en una máquina de triturar autoestima, fomentar el narcisismo y venderte la ilusión de que todo el mundo está más bueno, más feliz y es más productivo que tú. Spoiler: no. Pero claro, cuando vives viendo vidas retocadas a golpe de algoritmo, el cerebro se lo traga. Y luego tú con tu cara de lunes y tu panza normal te crees defectuoso y sientes de todo menos paz. No es casualidad. Es negocio.
Instagram no es sólo una app: es una fábrica de ansiedad con branding minimalista. Te vende a ti y te paga con una patada en los cojones a tu salud mental. Todo en ella está diseñado para que compares, compitas, consumas y te sientas un poco peor contigo mismo, justo lo suficiente como para que vuelvas a entrar. Y lo peor es que nos han hecho creer que el problema somos nosotros, por no «usar las redes con moderación», como si la adicción no estuviera programada. Así que sí, desinstálatela. No para convertirte en un monje zen, sino para recuperar tu tiempo, tu atención y, con suerte, un poco de dignidad digital.
Si estáis suscritos al canal de WhatsApp de El País, veréis hoy que han publicado unos stickers gratuitos con titulares reales del periódico. Mis dieces.
Manuela Carmena escribe en el epílogo a «Violadas o muertas: Un alegato contra todas las ‘manadas’ (y sus cómplices)”, de Isabel Valdés, un libro que recomiendo, sin más:
Cómo es posible que esos cinco jóvenes andaluces no fueran conscientes de que estaban utilizando a una mujer como si se tratara de un mero objeto con orificios variados? ¿Cómo puede ser que una juventud con unos niveles de alfabetización suficiente (los acusados tienen estudios; algunos, formación militar) tenga una formación en lo sexual tan primaria, brutal y despiadada? ¿Qué ha sucedido en nuestras escuelas para que esto sea así? ¿Ofrecemos en nuestros centros educativos una verdadera educación sexual?
La pregunta de Carmena no solo es pertinente, sino urgente. No basta con saber leer y escribir: la alfabetización sexual y emocional es inevitable para construir una sociedad segura y sin ella es imposible que avancemos como sociedad. La ausencia de una educación sexual integral deja espacio a la pornografía y a los discursos misóginos como principales fuentes de aprendizaje afectivo-sexual entre los jóvenes. Una educación sexual de calidad, impartida desde edades tempranas, no se limita a hablar de anatomía o prevención, sino que enseña consentimiento, empatía, respeto y el valor de los vínculos humanos. Es una herramienta de prevención frente a las violencias sexuales. Porque cuando la escuela calla, otros, menos éticos y más violentos, ocupan su lugar.
Tengo a unos amigos de visita en casa. De esas visitas que te hacen recordar que no todo está perdido porque aún hay gente con la que puedes hablar durante ocho horas seguidas sin mirar el móvil. Ironía. Él es arquitecto y nos conocemos desde hace treinta años. Ella es psicopedagoga y la conozco a través de él. Ella y yo tenemos la sensación de estar viviendo una especie de distopía educativa con wifi.
A los dos une algo más que la amistad y su marido: tenemos en común un oficio difícil y una preocupación creciente. Porque criar y educar en 2025 es como montar un mueble de IKEA sin instrucciones, pero con una voz en off que te grita “a ver si lo haces perfecto, que si algo sale mal, va a ser culpa tuya”.
Las escuelas están asumiendo cada vez más responsabilidades de las que ya tenían: emocionales, sociales, cívicas, tecnológicas, e incluso terapéuticas. Y con cada nuevo quebradero de cabeza, las herramientas de trabajo se nos van escapando de las manos aunque la inversión haya aumentado y cada vez sea más nítida la convicción social de la importancia de nuestro trabajo en el desarrollo de las generaciones que están por venir. Se nos exige más y se nos deja hacer menos. Si un chaval lo pasa mal, si no se regula o si fracasa, al final se nos ve como los culpables y responsables últimos, y las circunstancias de esa situación, el contexto y la historia que el chaval tiene detrás cada vez son menos relevantes. Que si el profe no vio venir el problema. Que si el cole no actuó. Que si, que si, que si. La culpa es nuestra.
Pero, como se dice en inglés, hay un elefante en la habitación. Uno que brilla, vibra y se carga por USB.
Los móviles, las redes, los algoritmos saben más de nuestros chavales que nosotros mismos. Este artículo de El Diario lo dice claro: desde 2012, los problemas de salud mental en menores se han disparado, sobre todo en chicas. Y no, no se debe solo a que ahora se diagnostique más. Tiene que ver con un diseño tecnológico que atrapa, sobreestimula y genera vulnerabilidad a medida. ¿Te suena?
La adolescencia ya era una montaña rusa emocional antes de que TikTok se sumara a la fiesta. A esta montaña rusa le hemos quitado el cinturón de seguridad. Lo dicen los datos, lo dicen los psiquiatras, lo vemos cada día quienes trabajamos con ellos. Y lo intuyen los propios jóvenes, que muchas veces se sienten sin control y sin red.
Y mientras, nosotros—familias, profes, educadores—intentamos tapar goteras con una cucharilla. Con suerte, nos organizamos y podemos retrasar el día en el que reciben su primer móvil. Pero las apps están diseñadas para saltarse filtros, atrapar su atención, exprimir sus datos… y sobre todo para que cada vez sea más difícil que las familias y los cuidadores y las cuidadoras tengan cierto control sobre el uso que hacen de los smartphones. No se nos puede olvidar que esto no va solo de límites parentales, va de una industria que debe asumir su parte de responsabilidad.
¿Podemos seguir educando como si esto no pasara? ¿Como si cada chaval no tuviera una ruleta rusa en el bolsillo? No. Hay que repensar. Rediseñar. Resistir un poco. Desde las casas, desde las aulas, pero también desde las leyes y las empresas tecnológicas. Porque no, nos vamos a la mierda. Y porque, como educadores (y aquí incluyo a las familias), nos merecemos es no sentirnos siempre los culpables de un sistema que ni siquiera diseñamos nosotros. Si las instituciones que regulan el sistema educativo no intervienen, vamos a flipar.
No podemos seguir dejando esta responsabilidad únicamente en manos de las familias y los centros educativos. Es urgente que los gobiernos asuman su papel y actúen con decisión. Necesitamos una regulación clara y efectiva que obligue a la industria tecnológica a diseñar productos seguros para la infancia y la adolescencia, con garantías reales de protección por defecto. No se trata de demonizar la tecnología, sino de exigir que se construya pensando en el bienestar de los más vulnerables. Porque sin una intervención firme desde lo público, seguiremos educando a ciegas en un entorno diseñado para lo contrario.
In 2012, enough opioids were prescribed for every American to have a bottle of pills, and opioid overdoses killed more Americans than guns or car accidents.
[…]
We are all running from pain. Some of us take pills. Some of us coach serve while binge watching Netflix. Some of us read romance novels. We will do almost anything to distract ourselves from ourselves. Yet all these trying to insulate ourselves from pain seems only to have made our pain worse.
Anna Lembke, “Dopamine Nation”
En 2012, en EE. UU. se recetaron tantos opioides que alcanzaba para que cada persona tuviera su propio botecito. Una muestra gratuita de bienvenida al apocalipsis: ese año, murieron más personas por sobredosis que por armas o accidentes de coche.
Según Lembke, y estoy de acuerdo, todos huimos del dolor. Unos con pastillas. Otros enganchados a series que ni les gustan, pero algo hay que ver mientras ceno. Algunos se zambullen en novelas románticas con más clichés que sentido o en ensayos profundísimos para que todo el mundo piense que son la hostia de sabio. Hasta aquí creo que las tengo todas. Mea culpa.
Y luego están los que menos soporto: esos maricones que follan sin parar porque creen que eso les gusta y terminan enlazando un rollo con otro y sin poder hablar de otra cosa que de lo mucho que copulan. Pero están insatisfechos, frustrados y exhaustos por el esfuerzo de aparentar lo felices que son. Qué casualidad que casi todos son unos misóginos de cuidado; te lo digo yo que soy ese estereotipo de marica resentido que se cree el faro moral de Occidente.
Leyendo a Lembke soy capaz de verbalizar eso que intuitivamente ya sabía: cada uno con su droga. Lo importante es no quedarse solo con uno mismo, no vaya a ser que nos caigamos mal.
El problema es que tanta distracción no nos salva del dolor, lo amplifica. Es como ponerle una tirita a una fuga de gas: es una idea terrible, todos lo sabemos, pero lo haces porque patatas. Hay que ser feliz a tope y pasarlo genial. Y esto no solo es un veneno para tu estabilidad y tu bienestar, es que es una cuestión política.
Cuando el capitalismo te vende que lo respetable no solo es la productividad sino la felicidad y el placer inmediato, acabas yonqui perdido de la dopamina, rascando notificaciones de Grindr y likes en Instagram como si fueran pepitas de oro, pero infeliz y trabajando sin descanso para pagarte esas cosas que te han convencido de que necesitas.
Ser infeliz, estar triste o aburrido no es productivo. No genera riqueza. Que nos hayan convencido de que la felicidad es un estado irrenunciable de la vida humana es la perversión cultural más terrible que hemos sido capaces de crear.
La circuncisión está asociada al autismo. El estreñimiento se asocia con la enfermedad de Parkinson. La tasa de matrimonios tiene vinculación con la de suicidios. Pero esto no quiere decir que la circuncisión cause autismo, ni que el estreñimiento sea el culpable de desarrollar la enfermedad de Parkinson, ni tampoco que el matrimonio sea causa de suicidio. Es parte de la naturaleza humana creer que cuando dos cosas están asociadas de alguna forma una causa de la otra. Al fin y al cabo, la evolución ha llevado al ser humano a percibir el mundo de esta forma y a buscar pautas que se repiten en nuestro entorno. Esta actitud nos ayuda a evitar el peligro, obtener alimento, establecer contactos sociales y a muchas otras cosas. Pero a menudo nos precipitamos a la hora de sacar conclusiones acerca de qué causa qué.
Carl T. Bergstrom y Jevin D. West, «Contra la charlatanería»
En serio: deberíais leer este libro ya mismo. Y no lo digo en plan «tu vida depende de ello», sino más bien en plan «si quieres dejar de ser el pringado que se come todo lo que le dicen por redes, este libro te va a salvar la vida (o al menos un par de discusiones familiares)».
¿Qué es el «bullshit» y por qué deberías preocuparte?
Lo primero que hacen Bergstrom y West, los autores de Contra la charlatanería, es ponerle nombre a la bestia: «bullshit», que no es más que toda esa mierda cognitiva que nos meten por los ojos cada vez que abrimos Twitter (perdón, X), Instagram o cualquier red social donde reina la desinformación y los cuñaos son los amos de la conversación. Son todos esos datos que te ponen juntos para que tú deduzcas que un hecho es la causa de otro. O como cuando procesan estadísticamente unos datos no representativos, como con lo de la circuncisión y el autismo.
Que sí, que ese estudio es real y sí, los números parecen sostener las conclusiones. Pero para empezar, se trata de datos recogidos con una muestra homogénea de individuos musulmanes, inmigrantes y, por tanto, empobrecidos. Ojo al dato. Como se realizó en Dinamarca, la muestra no es en absoluto representativa de la población. Segundo problema. Y si además no controlas las variables que hay detrás de esta muestra (por ejemplo, saber cuáles son las causas de la inmigración, si la evaluación se ha realizado en la lengua materna de la muestra o la diferencia en el tipo de crianza) y la muestra es demasiado homogénea (e. d., no contaron datos de niños daneses, circuncidados o no), las conclusiones no valen ni para limpiarse el culo. Tampoco hace falta ser Einstein para preguntarse si la mitad de la población masculina de Israel es autista. Y lo dejo ahí porque me enciendo.
Si tienes un poco de sentido crítico —y si estás leyendo esto, quiero creer que sí—, ya te habrás dado cuenta de que la información falsa cse propaga como el olor a pedo en un coche cerrado. Especialmente cuando viene cargada de argumentos racistas, machistas, clasistas o simplemente estúpidos. Así que sí, es urgente ponerse las pilas con el pensamiento crítico o acabarás defendiendo sin querer al imbécil del novio de tu amiga en una cena de antiguos alumnos. Y nadie quiere eso. Ni aguantar al gilipollas ese, ni ir a la cena de antiguos alumnos.
Cuando los gráficos mienten más que hablan
Un ejemplo: una de las cosas más útiles del libro es cómo te enseñan a detectar trampas visuales. Porque sí, si los números pueden estar manipulados, los gráficos también mienten. Y si has visto alguna vez Antena 3, lo sabes.
Vamos con un ejemplo mítico: el gráfico de barras del 20 de diciembre de 2015, en plena vorágine electoral. Con un eje truncado de forma escandalosa, lograron que una diferencia relativamente pequeña pareciera una victoria aplastante. Parecía que el de Ciudadanos iba a ser presidente del Gobierno. Spoiler: no lo fue. Y no porque no le pusieran ganas, sino porque el gráfico era un burdo intento de manipulación.
La moraleja es doble: revisa siempre los ejes y escalas de los gráficos que te plantan delante. Las formas sí importan. Y lo segundo, ya que estamos, los informativos de Antena 3 son liberales en lo económico y gilipollas en lo social. Como todo lo que se autodenomina «de centro» y luego te mete miedo con la inmigración en prime time.
¿Por qué deberías leer «Contra la charlatanería»?
Te lo resumo: Te enseña a identificar y combatir la desinformación en la era digital, ayudándote a no caer en manipulaciones, bulos ni titulares tramposos. Y, por el mismo precio, mejorarás tu pensamiento crítico y ganarás herramientas prácticas para analizar la info que te llega cada día, tomar mejores decisiones y dejar de parecer un papagayo con WiFi.
Este libro no es solo para frikis de la ciencia o para periodistas. Es para cualquiera que esté harto de tragar con todo lo que le dicen por pantalla, sea la del televisor o la de tu móvil. No es una vacuna contra la estupidez mediática, pero si lo fuera, iría tocando ponérsela. Así que nada, lo dicho: léetelo, recomiéndaselo a tu cuñado, si es que lee, y empieza a mirar los gráficos, cuestiona los datos y pon cara de «a mí no me la cuelas, imbécil».
Lo que está pasando en Hungría no es una distopía sacada de Black Mirror, aunque ojalá lo fuera. El gobierno del fascista y ridículo Viktor Orbán ha metido mano a la Constitución para aprobar una reforma que parece escrita con tinta del siglo XIX, siendo generosos. Prohíben eventos públicos LGTBIQ+, como las marchas del Orgullo, y reducen el género a «hombre o mujer», negando la existencia de identidades trans e intersexuales. Cuesta creer que hayan dado luz verde al reconocimiento facial para identificar y multar a quienes se manifiesten pacíficamente. Todo esto, dicen, para “proteger el desarrollo infantil”, como si los maricones fueran el problema, y no la violencia, el porno o el capitalismo. Lo que acaban de hacer es recortar derechos como quien poda un bonsái: libertad de expresión, fuera. Libertad de reunión, a tomar por saco. La comunidad internacional buenrollista ya ha levantado la ceja: 22 embajadas europeas y hasta la Comisión Europea han condenado la medida. Aunque igual podrían ser un poco menos tibios con la represión y el retroceso autoritario de los derechos de la ciudadanía y se montan un «a ver si te callas» como hizo el campechano, aunque esta vez con razón. Deberíamos preocuparnos por este cambio en la constitución húngara, porque silencia a la comunidad LGTBIQ+, erosiona los principios democráticos del país y amenaza con contagiarse a los países vecinos de esta, nuestra Europa «civilizada». Hungría se merece algo mejor.
Lo peor es que esto no se va a quedar en Hungría. Con la ultraderecha viniéndose arriba en varios rincones de Europa, este tipo de recortes puede empezar a parecer normal si no nos andamos con ojo. Hoy prohíben el Orgullo allí, mañana aquí, y cuando nos demos cuenta estaremos celebrando «la ceremonia», como en Gilead. Toca, para variar, ponerse los tacones y defender nuestros derechos con uñas y dientes, pancartas y mucho brillibrilli, que es lo que les jode. No sólo empeora la situación de los maricones y las bolleras, por mencionar a alguien: es toda Hungría, un pueblo civilizado, la que sale perdiendo.
Cuando Orbán entre por la puerta grande del Infierno, le esperarán Satán y su corte de bolleras para ponerle bien de rímel y atarle frente a un televisor con Priscila, reina del desierto en bucle, por toda la eternidad. Viktor, cariño, deja a tus compatriotas vivir como les salga del coño y tómate un puñadito de sal, a ver si te da un infarto y nos alegras el día a los demás.
Pocas personas saben que cuando era pequeño me caí dentro de una lavadora mientras intentaba esconderme del monstruo que vivía en mi armario. Imaginaos el terror que le tengo a la lavadora. Y otra vez, con 20 años, casi pierdo un ojo por intentar ver si era verdad que las gafas de visión nocturna de los catálogos militares se podían construir con un rollo de papel de aluminio. Ahora hay secciones del supermercado por las que no puedo pasar por lo nervioso que me ponen. Las lavadoras y el papel de aluminio me generan ansiedad y a veces no puedo salir de casa.
Miento. Lo anterior es una tontería. Lo escribo sólo para introducir el post, para parecer un bicho raro y para despistar. Lo que sí es verdad es que escribo esto porque últimamente me he pillado muchas veces intentando entender por qué estoy triste, agotado, nervioso, acojonado, por qué me pongo en lo peor, por qué no me río, por qué he cambiado mi dieta habitual para pasarme a una compuesta de torreznos, ositos de gominola y culpa. ¿Qué podría salir mal con esta alimentación? Como me ha dicho una psicóloga, con esa voz de psicóloga que parece que todo está genial y que estar mal de la cabeza es comprensible y hasta deseable (para ella), quizá lo que me está pasando es un cuadro de “ansiedad generalizada”. Mira lo sorprendido que estoy. Mira, mira.
Para que te hagas una idea: la ansiedad generalizada es la que hace que pases una temporadita fenomenal en una casa abandonada y a oscuras, en compañía de tus terrores favoritos. La ansiedad generalizada es el Chicho Ibáñez Serrador de las patologías mentales. Ya verás qué bien lo vais a pasar tu ansiedad generalizada y tú. Prepárate para el pitorreo.
Algunos números sobre la ansiedad
Según la Organización Mundial de la Salud, aproximadamente el 4% de la población mundial padece actualmente un trastorno de ansiedad. En 2019, esto representaba alrededor de 301 millones de personas en todo el mundo y sabemos que esas cifras aumentaron durante la pandemia. En cuanto a la probabilidad de experimentar ansiedad a lo largo de la vida, se estima que 1 de cada 4 personas tendrá algún problema de salud mental, incluyendo trastornos de ansiedad. Si bien las tasas de prevalencia varían entre países, una parte considerable de la población experimenta ansiedad, siendo el trastorno de ansiedad generalizada una de sus expresiones más habituales y una de las que más tendencia tiene a persistir y a alargarse en el tiempo.
Lo que vengo a decir es que si tú también estás montándote pelis de catástrofes en la cabeza como si fueras Roland Emmerich, bienvenido y bienvenida al Club de los Guionistas Muertos. Embarquémonos juntas en esta incierta, pero muy probable, invasión alienígena que acabará esclavizando a la humanidad y hacernos sufrir a cascoporro.
¿Qué es la ansiedad generalizada?
La ansiedad generalizada es como vivir con una alarma de incendios permanentemente encendida, pero sin fuego. Es un estado de alerta constante, como si algo malo fuera a pasar en cualquier momento, aunque no tengas ni idea de qué. Es un monstruo que está ahí y te va a comer cuando menos te lo esperes. No importa que no sepas qué monstruo es, qué aspecto tiene, ni que nadie más lo vea. Tu cuerpo está en tensión, el cerebro te va a mil intentando escapar de esa situación, y tú disfrutas lo más grande esperando esa tragedia que nunca llega. Hasta que eso pase, tú te sientes del culo, te parece que saltas por nada y montas unos dramas que a tu lado Blanche DuBois es la estabilidad mental personificada y está tomándose un cafelate con Escarlata O’Hara después de alcanzar el nirvana en un spa.
Pregunta importante: ¿qué es la ansiedad? No es lo mismo la ansiedad que estar estresado por el curro o nervioso porque tienes una cita. Eso es estrés, agobio, o cualquier otra reacción adaptativa a situaciones cotidianas de la vida. Si estás en una situación límite porque has perdido tu casa en un incendio en el que ha muerto toda tu familia y además tu canción favorita no ha Eurovision, es normal y razonable que estés jodido y que te sientas del culo. Es más, cualquiera entiende que lo de que las votaciones del jurado de Montenegro es un horror de proporciones nunca vistas y es normal que estés hundido, triste y desesperanzado. Es normal que estas situaciones configuren una experiencia negativa; eso significa que te estás adaptando a la situación para valorar qué alternativas de acción tienes y reaccionar.
Pero la ansiedad es otra cosa. Es un estado psicológico y físico más profundo, más constante y, a menudo, sin una causa clara o evidente. Es como si tu cerebro hubiera perdido el manual de instrucciones y solo supiera darle al botón del pánico sin parar para que pases un rato agradable en compañía de tus miedos más absurdos. No es que no haya una causa, que sí la hay, es que tú no puedes identificarla o no puede atribuirse a lo que está ocurriendo a tu alrededor. El porqué hay que encontrarlo en la manera en la que estás procesando la información y en lo que predices que va a ocurrir.
El problema aparece cuando esos pensamientos anticipatorios, o sea, esos dramas que van a pasar pero que no sabes cuándo, son completamente irracionales, no tienen una base real o tienen una probabilidad ínfima de que sucedan. Pero te das cuenta de que ahí están, aunque no resistan un análisis lógico y tranquilo de las circunstancias y las probabilidades. Te obsesionan, te bloquean y, encima, como intuyes que no tienen sentido, te sientes gilipollas por tenerlos. Maravilloso. La ansiedad tiene siempre un componente de proyección hacia el futuro: no estás ansioso por lo que te ha pasado, sino por lo que está por venir. Sin esa recreación sobre hechos del futuro, la ansiedad desaparecería. De hecho, algunas terapias para combatir la ansiedad se basan en enseñar a las personas a que evalúen de manera más ponderada los elementos que componen su vida.
Y ojo, que la ansiedad no surge de pensar “y si…”: nace de no poder dejar de hacerte esa pregunta. Ese “y si…” se convierte en una rutina imparable y en una forma constante de planificar tu futuro, aunque no te des cuenta de que lo estás haciendo. No es un pensamiento puntual, algo que te ocurra de vez en cuando. Es una corriente continua de mierdas mentales, un tsunami de catástrofes imaginarias o improbables que no te dejan vivir y que, encima, si se las cuentas a alguien, te das cuenta de lo ridículas que son. Es como agobiarse por el impacto de un meteorito que nos matara a todos. ¿Es posible? Sí. ¿Es probable? No. Preocuparse por eso e invertir toda tu energía en recrear en tu cabeza ese escenario no te va a ayudar a seguir con tu vida. Si no caes en la cuenta de que pensar en el meteorito no te va nada bien, es posible que alguna persona muy querida, en la que confías, te lo mencione. Si eso pasa, entonces es posible que estés presenciando un espectáculo de los Village People bailando con una bandera roja en cada mano. Están cantando «I will survive», de Gloria Gaynor, pero mirándote y partiéndose la caja. Mucho bailan para el meteorito que se nos avecina.
Igual te estás poniendo un poco dramático.
Lo que a mí me pasa (por sacarle punta a algo que no tiene ni puta la gracia)
Confesión de primera magnitud: cuando yo estoy muy estresado, no me da por creer que tengo cáncer, como le pasaría a cualquier hipocondríaco con dos dedos de frente. Yo soy más de pensar que tengo algo turbio, a ser posible con estigma social, y encima que esté relacionado con lo sexual, para que la vergüenza sea aún mucho más intesna. Lepra, no. Fibromialgia, tampoco. ¿VIH? Por supuesto. ¿Ladillas? Todas y bien gordas. ¿Sarna? La última actualización, la que más pica. Póngame el pack completo, que me lo llevo puesto. Y que conste en acta que desprecio con toda mi alma el estigma que sufren las personas seropositivas. No quiero bromear con eso.
Dicho esto, me da vergüenza confesar que a veces me he embadurnado con permetrina combinada con uranio empobrecido Made in Fukushima (hand made, siempre) como si fuera colonia de bebé y que me he pasado mis buenas temporadas haciéndome las pruebas del VIH no diría que cada quince días, pero sí cada dieciséis. ¿Y si follo y luego me da el chispazo de la ansiedad? Dios no lo quiera, no sea que haya cogido cualquier enfermedad de transmisión sexual por bluetooth.
Vas al hospital porque tienes siete ETS muy agresivas. Es la séptima visita este año. Entonces descubres que han escrito en tu historial médico que “conviene valoración por psiquiatría”. Amiga, igual es un buen momento para pararte a pensar si quizá el problema no son las ETS, sino que tienes que ir a que te revisen una parte de tu cuerpo que está un poco más arriba de los genitales, yo qué sé, la cabeza, por ejemplo. Pero ojo, la ansiedad puede volverte en una persona tremendamente creativa. Cuando te dan los resultados (aparentemente) negativos, qué sabrán ellos, siempre te queda una bala en la recámara: los análisis están mal, o los han perdido, o me han confundido con otro paciente, o la máquina no funcionaba, o el virus ha mutado en una cepa invisible de origen extraterrestre enviada por Yavé para exterminar a los sodomitas que no practiquen la abstinencia sexual. En conclusión, aunque tengas siete pruebas negativas tú sabes que tienes una variante muy agresiva del VIH.
Como si sufrir la ansiedad no fuera suficiente, darte cuenta de que a veces puedes llegar a ser un pelín hipocondríaco te hace sentirte de todo menos orgulloso de tu fortaleza espiritual y te hace pensar que igual deberías pedir ayuda con eso. Pero a mí todo eso se te pasa y me imagino que cuando cuenten mi historia será como una mezcla entre «Philadelphia» y «Alguien voló sobre el nido del cuco». Pronto en sus mejores cines.
Igual pensáis que estoy frivolizando demasiado, pero no. Quienes me conocen saben lo mal que lo paso con mi infestación bisemanal de ladillas y con la tos de la tuberculosis oportunista, que combino con semanas alternas de invasiones extraterrestres, con el crash de la bolsa y con un accidente de tráfico que me va a dejar postrado.
Los pensamientos recurrentes
Una de las estrellas invitadas en esta comedia romántica que es la ansiedad generalizada son los pensamientos recurrentes. Son esos pensamientos que no puedes echar de tu cabeza, que te rondan y te joden el día (y la noche) y que te mantienen entretenido, no sea que te aburras con otras cosas menos importantes, como la vida. Y cuanto más luchas por domeñarlos, más fuertes se vuelven y más te afectan. No solo son molestos. Es que no te dejan vivir. Y no es que pienses una cosa horrible y ya está. Es que después viene otra peor. Y otra. Como si tu cerebro estuviera compitiendo por un Óscar al drama más exagerado. Qué coincidencia.
Allá va un ejemplo de lo que se me pasa por la cabeza, aquí, desnudando mi alma delante de toda España: «no sólo es que podría tener VIH, es que como lo tengo, puede que los tratamientos no funcionen y termine muriendo en un mes. Además, mucho antes de eso, tendré que explicar a mi círculo de gente más cercana lo que me pasa y eso es algo que me va a hacer pasar mucha vergüenza y qué van a pensar de mí, por favor qué horror, y luego empezarán los rumores y nadie me va a querer y no solo voy a morir sino que además lo voy a hacer solo, acompañado por las misioneras de la caridad, las de Teresa de Calcuta, que Satán la tenga en el infierno, las monjas esas que se van a preocupar más del ancianito que está en la cama de al lado que de mí porque para eso yo he sido mal cristiano y maricón y para más inri he estado haciendo guarrerías y me van a mirar con desprecio mientras yo me estoy ahogando por las flemas generadas como consecuencia de mi tuberculosis, pero igual estoy exagerando, porque no será por películas que me puedo montar en la cabeza y al final es normal que me entre la ansiedad, joder, si es que yo no sé por qué no me encierran, no sé si queda claro lo que quiero decir con la ansiedad generalizada, pero qué maravilla de novelas que podría escribir, si es que tenía que haberme dedicado a ser guionista en vez de estar perdiendo el tiempo estudiando, que soy una vergüenza para mi familia, con lo que me querían, y he perdido el tiempo con mi vida, mis ancestros se estarán revolviendo en la tumba por la deshonra, y ya para lo que me queda que me peguen un tiro, porque estoy decrépito, pero por favor que alguien me quite ya mismo las ladillas que tengo en la calva, porque este brote de una nueva especie de ladillas ultrarresistentes al material nuclear me está matando y las hijas de puta pican como un demonio, que no sé de dónde se sacarán que tengo que ir al psicólogo si yo estoy fenomenal, qué manía tiene la gente con decirme lo que tengo que hacer, oye, pero igual tienen un poco de razón y se me va la pinza poniéndome en lo peor, yo qué sé, que igual sí es cierto que soy un poco dramático, voy a respirar un poco a ver si se me pasa, inspirar, expirar, inspirar, expirar, así, muy bien, ay, me pica aquí, espera, uy, ¿y este sarpullido qué es?, a ver, espera, joder, puede ser sífilis.»
Si te has agobiado leyendo el párrafo anterior, que podía haber firmado Joyce tranquilamente o mi córtex cerebral en un día malo, entonces te doy la bienvenida a mi mundo.
También podría ser muchísimo peor. Yo tengo la suerte de que puedo identificar mis miedos y puedo hasta contarlos y reírme, aunque en el momento en que me pillan con la guardia baja no me hagan ni puta gracia. Hay peña que no puede. Y si te pasa eso, date por jodida.
¿Qué pasa cuando vivimos con ansiedad generalizada?
Pues pasa que la vida se vuelve una mierda, así de claro. No puedes disfrutar ni de las cosas buenas ni de las normales. Te cuesta concentrarte, descansar, tomar decisiones y cualquier situación te desborda. Y encima te crees que eres un inútil por no poder con lo que, supuestamente, todo el mundo gestiona sin problemas. La fatiga mental se convierte en física. No puedes dormir bien, no puedes pensar con claridad y te cuesta socializar. Y si encima trabajas, estudias o cuidas de alguien, el agotamiento es triple.
La ansiedad también afecta tu capacidad para estar en el presente. Porque tu cerebro está intentando descubrir qué peligro acecha a la vuelta de la esquina. Es como tener un antivirus escaneando sin parar, pero sin encontrar virus… solo usando recursos de la CPU sin parar. La ansiedad generalizada, además, puede hacer que sientas dolores musculares, que tengas problemas digestivos, que tu estado de ánimo esté dando saltos en una cama elástica, dando volteretas en el aire cada pocos segundos, cayendo justo después y vuelta a empezar en ciclos imparables. Si te pasas los días escaneando tu vida en busca de posibles amenazas, terminarás en un punto en el que todo te irrite y te hayas convertido en el hombre del saco, que no te apetezca follar, que te sientas culpable por todo y que creas que hayas fracasado y que todo te sale mal. Objetivamente no es cierto, pero es de lo que estás convencido.
La anticipación: el deporte favorito de la ansiedad
La anticipación es una parte natural de cómo funciona nuestro cerebro: prever lo que puede pasar es fundamental para prepararnos y sobrevivir. Como se dice ahora, el ser humano está programado para que eso sea así. El problema es cuando esa rutina natural y necesaria, pero puntual, de intentar predecir las amenazas para esquivarlas se te va de las manos y pasa a ser el mecanismo que domina tu forma de procesar la información y entender toda tu vida. La ansiedad generalizada convierte esa herramienta útil para la supervivencia en una tortura. Empiezas a imaginar escenarios absurdos, catástrofes sin pies ni cabeza, y lo peor es que no puedes dejar de hacerlo. Y claro, no puedes parar, descansar e intentar relajarte porque si tu cerebro cree que viene un monstruo a devorarte, no te pones a ver First Dates. Estarás en alerta y no disfrutarás de nada. Ese monstruo no existe. Pero tu cerebro sí. Y es un cabrón.
Albert Ellis ya decía que una buena parte de las experiencias de tristeza, desolación y desesperanza se deben a creencias irracionales, como predijo Aaron Beck. Se trata de pensamientos catastróficos que no se sostienen, pero que nos creemos como si fueran hechos incontrovertibles. Por ejemplo: Si fallo en esto, todos se darán cuenta de que soy un fraude y dejarán de quererme. Pues no, chiqui, probablemente nadie se entere o si se enteran, les dará igual. O no, es posible que te desprecien para toda la vida. Y si eso pasa, que no creo, no te vas a morir, porque muy probablemente conozcas a más gente. Pero aunque te quedaras solo para el resto de tu vida, sobrevivirás y podrás ser razonablemente feliz. Pero el daño ya está hecho porque tú ya te crees que tu vida futura puede ser un valle de lágrimas. Y como te lo crees, lo pasas fenomenal.
¿Cómo sabemos si tenemos ansiedad generalizada?
Según el DSM (el Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría que establece criterios estandarizados para los trastornos mentales), la ansiedad generalizada se certifica cuando ese estado de preocupación dura mínimo 6 meses. Pero más allá del manual y de lo cuestionables que son los criterios de diagnóstico, el problema crece cuando esta forma de vivir se convierte en tu normalidad y afecta a todos los ámbitos de la vida. A veces es difícil saber que te está pasando. Hasta que alguien te lo dice. O lo lees por ahí. O simplemente te das cuenta de que llevas meses (o años) con esa sensación constante de amenaza, de cansancio, de no poder más. Lo importante de la ansiedad generalizada es que es un estado que se ha prolongado en el tiempo y que te está causando un malestar injustificado pero de gran impacto en tu bienestar.
Y si decides pedir ayuda porque has tenido la suerte de darte cuenta (y los recursos económicos para pagarte una consulta), es posible que te cueste hasta explicarlo. Porque parece que no tienes “nada grave”. Pero tú sabes que algo no va bien y te está afectando a lo bestia. Tienes esa intuición difusa de que igual no estás siendo razonable y que estás exagerando o simplemente que tienes que hacer algo porque eres incapaz de mantener tus pensamientos recurrentes bajo control. Si te pasa eso, no estás solo o sola. Nos pasa a cualquiera. Precisamente porque para empezar es difícil darse cuenta de lo que está pasando, te conviene hablar con un psicólogo. O incluso con tu médico de cabecera.
¿Se puede hacer algo?
Pues sí. Para empezar, darte cuenta de que estás así de jodido ya es un paso de la hostia. Si te ves siempre alerta, con pensamientos catastrofistas, cansada sin motivo y sin disfrutar de nada, igual es hora de hablar con un profesional. No todo el mundo que sufre ansiedad generalizada sabe que la tiene y, de hecho, es muy difícil llegar a esa conclusión porque estás más ocupado pensando en dónde quieres que esparzan tus cenizas. Y no, no es que seas solo un dramático. Y sí, sí puedes mejorar.
Para saber si sería conveniente pedir ayuda, puedes preguntarte lo siguiente:
¿Estoy todo el día preocupado?
¿Tengo sensación constante de amenaza?
¿Estoy agotado aunque no haya hecho nada físico?
¿Tengo miedo pero no sé a qué?
¿Me cuesta dormir o concentrarme?
¿Las cosas normales me parecen imposibles?
¿Siento que debería estar bien pero no lo estoy o que debería ser feliz pero eso es algo que les pasa a otros?
¿Reacciono de forma intensa a las cosas pequeñas?
¿Tomo decisiones con dificultad porque siempre dudo?
No es un test científico. No soy la OMS. Pero si varias te suenan, igual necesitas ayuda. Si respondes que sí a varias, quizá no es ansiedad y es otra cosa y te conviene igualmente que te miren a ver. Y no pasa nada, de verdad. Ir al psicólogo no es un fracaso. Es como ir al fisio si tienes la espalda hecha polvo. O igual no te pasa nada y estás pasando una mala racha. Deja que te lo diga el psicólogo. Mejor asegúrate. Recuerda: si hace tiempo que te sientes así, si te ha pasado desde hace meses o años, puede que la respuesta a lo tuyo tenga nombre y apellidos y se pueda tratar.
Para terminar
Si has llegado hasta aquí habrás entendido que tener ansiedad generalizada es una jodienda. Si lo combinas con otras configuraciones, como el TDAH, que sepas que te ha tocado el gordo. Por no hablar de que muchas veces, la ansiedad no se va al guateque ella sola: se trae a los episodios depresivos, a tres o cuatro problemas de autoestima y a su prima, la dificultad para mantener relaciones sociales estables. Eso tirando por lo bajo. Y sí, podemos tener cierta predisposición genética a desarrollar estas mierdas. Pero eso no quiere decir que estemos condenados y que no se pueda salir de ahí. Reducir las causas de la depresión o la ansiedad a mecanismos exclusivamente biológicos es un camino muy peligroso, que lo sepáis.
Una última cosa: dejemos de frivolizar con la ansiedad. Sé que puede interpretarse que yo lo he hecho y que me estoy burlando. Ni de coña. La banalización de la salud mental no es solo echarnos unas risas por lo absurdo de mis infestaciones parasitarias imaginarias. Banalizar es andar por ahí diagnosticando ansiedad a tus amigas cuando has leído dos o tres post de Instagram. No todo es ansiedad, ni los cambios de humor son trastornos bipolares, ni ser un imbécil es lo mismo que tener un trastorno narcisista, ni eres psicoterapeuta aunque te lo creas. No todo el mundo tiene ansiedad. Y repito: la ansiedad y el estrés no es lo mismo. Cuanto más usemos esa palabra para cosas que no lo son, más la vaciaremos de significado. Y a quien de verdad la sufre, se le deja de escuchar. Le restaremos importancia a esta situación. Es como decir “no exageres” o “tener ansiedad está de moda, como la depresión”. Eso jode y empeora muchísimo las cosas.
Así que sí, me río de mí mismo y de mis ladillas radioactivas. Pero también quiero que sepas que esto es serio. Que no estás solo. Y que si lo estás pasando mal, pidas ayuda. Es un acto de valentía, no de debilidad.
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Referencias
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Barlow, D. H. (2002).Anxiety and its disorders: The nature and treatment of anxiety and panic (2nd ed.). Guilford Press.
Mennin, D. S., Heimberg, R. G., Turk, C. L., & Fresco, D. M. (2005). Preliminary evidence for an emotion dysregulation model of generalized anxiety disorder. Behaviour Research and Therapy, 43(10), 1281–1310.
Newman, M. G., Llera, S. J., Erickson, T. M., Przeworski, A., & Castonguay, L. G. (2013). Worry and generalized anxiety disorder: A review and theoretical synthesis of evidence on nature, etiology, mechanisms, and treatment. Annual Review of Clinical Psychology, 9, 275–297.
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I have learned through my work as a therapist, and my work as a patient in analysis, and through my experience of life, that disappointment – as detestable as it is – is absolutely vital. Counterintuitive as it sounds, I think a better life is one with more disappointment in it.
If we are too afraid of this feeling, we will remain stuck where we are, unable even to step outside the front door. It is easy to see how seeking to avoid disappointment could lead us never to try anything new, never to embark on a new relationship in case it ends badly, never to apply for a new job in case we don’t get it, never to take a risk on something we might enjoy or might not enjoy. This, of course, is the surest way to live a disappointing life. Allowing this feeling in and listening to it is crucial for learning from experience and working out what is truly important to us. I used to consciously lower my expectations so that I didn’t have to feel disappointed if something didn’t work out – but I’ve realised now that this is just another way of turning away from something that really needs to be faced.
El humor, como los cuentos con moraleja, sirve para que se note un poco menos que estás sermoneando a la gente. La fábula de la cigarra y la hormiga, donde la primera pasa el verano tomando el sol, bebiendo cócteles, procrastinando y tonteando en Tinder, mientras que la segunda guarda comida para el invierno, no hubiera funcionado igual de bien si se hubiera titulado “Ventajas de los planes de previsión e inversión a largo plazo para la productividad”. Pasar la historia a bichos parlantes ayuda a que la gente se sienta un poco menos alucinada y se abra el mensaje.
Nerea Pérez de las Heras en “Feminismo para torpes”