He oído muchas veces a gente escribiendo en twitter que los ochenta eran el non plus ultra de la libertad y el bienestar. Si la libertad consiste en poder hacer chistes de mariquitas y gangosos sin que te digan nada, eso no es libertad: eso es ser un troglodita y un gilipollas. Eso de la «corrección política», que vaya mierda de término hemos encontrado, ni es una conspiración ni limita tus libertades. Porque, por mucho que lo creas y que te hayan convencido a ti, insultar a otras personas por lo que son no te hace más libre, te hace ser un imbécil. Que tengas miedo porque creas que tus privilegios están en peligro, que te sientas desprotegido porque, de pronto, es posible que quedes del culo y que cambiar tus costumbres y tu forma de hablar te parezca difícil, es una cosa. La libertad es otra.
Pero ¿sabes qué? No eres la primera persona que se siente así. Les pasó lo mismo a los terratenientes cuando se abolió la exclavitud, o a los franquistas de pro cuando se aprobó la constitución española, o a algunos hombres cuando se cambió la ley porque eso de pegar a las mujeres estaba regular.
En los ochenta éramos menos libres, pero bastante más gilipollas.
Ayer empecé a hablar en serio con mis estudiantes tercero sobre la perspectiva sociocultural en el análisis del comportamiento humano. Siempre empiezo con Zimbardo (1971), el estudio sobre la Prisión de Standford, y con Festinger (1954), el de la disonancia cognitiva. Hay muchísima información sobre los dos, pero en mis clases siempre ha habido una especie de fascinación por el primero que hace que mi clase entre en trance cuando estoy explicándolo.
Por si alguien no lo conoce: el estudio de la Prisión de Stanford de Philip Zimbardo es uno de los estudios clave de la psicología del siglo XX y va sobre la influencia que ejercen el entorno físico y social en el comportamiento. Para empezar, Zimbardo buscó voluntarios a los que se les iba a pagar quince dólares al día (unos 100 dólares ahora) para participar en una investigación que iba a durar dos semanas. Los voluntaríos debían ser hombres y pasar una serie de evaluaciones psicológicas para descartar a todos aquellos que consumieran drogas, presentaran rasgos de personalidades violentas o que tuvieran comportamientos patológicos. Después, Zimbardo y su equipo crearon un laboratorio que simulaba una cárcel y asignó a los participantes seleccionados, de manera aleatoria, dos roles opuestos: unos iban a ser los carceleros y los otros, los presos. De esta forma esperaban observar si sus conductas iban a cambiar según el rol que se les había asignado o si no iba a haber cambios fundamentales. Si las conductas se mantenían estables, el estudio sugeriría que la crueldad es una característica intrínseca del individuo, mientras que si se producía algún cambio debido al entorno físico y a las estructuras sociales que habían creado y si se daban comportamientos un poco más subiditos de tono, se podría demostrar que son éstas variables las que están detrás de la crueldad y de algunas situaciones de abuso de poder. La pregunta, en definitiva, venía a ser: ¿las personas son malas o se hacen malas? Como todo en psicología, es imposible decir que un comportamiento tiene una única causa, pero eso es otra historia que debe ser contada en otro momento.
Los participantes seleccionados fueron informados debidamente de cuál iba a ser el procedimiento, cuáles eran las hipótesis que manejaban y qué pretendían observar. También se les explicó a los que iban a hacer de guardias que «debían mantener la ley y el orden» pero que no les estaba permitido causar daño físico a los prisioneros. A los primeros se les proporcionó uniformes, porras y gafas de sol espejadas y a los segundos, se les puso una cadena en un pie, se les dio una especie de camisola para llevarla puesta sin ropa interior y se les asignó un número a cada uno. Todo esto era parte del atrezzo que debía establecer una distinción clara entre ambos grupos. Los carceleros disponían de símbolos de fuerza y poder (las porras) y de un instrumento que permitiera crear inseguridad y desconcierto en los prisioneros: las gafas. Puesto que eran espejadas, los internos no sabrían a quién se estaban dirigiendo los carceleros y contribuir al ambiente de vigilancia perpetua del que había hablado Foucault. Los números, por ejemplo, eran un mecanismo de despersonalización y desindividuación: al no ser referidos por sus nombres, los presos perderían la comprensión de sí mismos como personas.
El primer día, los que hacían de prisioneros fueron arrestados por policías de verdad. Se les trasladó a la prisión y, a partir de ahí, estaba previsto que permanecieran dos semanas bajo la observación del equipo de Zimbardo. Pero conforme pasaban las horas, se fue perdiendo el control: el primer día, uno de los vigilantes empezó a mostrarse más dominante de lo esperado. El seguno día, los presos se rebelaron y provocaron un aumento de la presión a la que eran sometidos por los carceleros. El miércoles, uno de los presos sufrió una crisis ansiosa pero decidió continuar en la prisión. Al día siguiente, a los comportamientos de abuso psicológico se les añadió un componente de humillación sexual muy evidente y la psicóloga Christina Maslach, que entonces era la novia de Zimbardo, acudió para llevar a cabo unas entrevistas evaluativas con los presos. Pero al ver el panorama, le dijo a Zimbardo que aquello se le había ido de las manos y éste decidió terminar el estudio antes de tiempo, e. d., el viernes.
Si te interesan los detalles, este vídeo lo explica mejor que yo y tiene subtítulos en castellano:
En seis días que duró la investigacíon, el comportamiento de los participantes y de los investigadores (!!!) había cambiado radicalmente. Los participantes se transformaron en el rol que se les había asignado: los carceleros se habían vuelto crueles crueles y habían mostrado un nivel de agresividad y violencia física y verbal que los test psicológicos previos no habían podido predecir. Los convictos, por su parte, se fueron volvieron sumisos sumisos y comenzaron a mostrar signos de cambios emocionales profundos, ansiedad, estrés, depresión e incluso estrés postraumático.
Aunque el estudio es muy cuestionable desde el punto de vista ético y metodológico, es cierto que es una demostración espectacular de los que se había pensado anteriormente, especialmente después de lo que había ocurrido en los campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial: cualquiera puede volverse, dadas las circunstancias del entorno, en un individuo cruel, sádico y malvado.
Zimbardo detalla en «El efecto Lucifer» todo lo que ocurrió durante aquellos días y admite no sólo los problemás éticos, sino la forma de proceder fue bastante cuestionable. Aún así, se defiende de aquellos que atacan la validez y la fiabilidad del estudio con un ejemplo que pone los pelos de punta por las similitudes con el estudio: el caso de los abusos en Abu Ghraib durante la invasión estadounidense de Irak. No pongo las fotos aquí porque si quieres, ya las buscarás tú. Son muy muy muy fuertes. En resumen, lo que pasó en Stanford pasó, exactamente igual, en la prisión iraquí.
El estudio de Zimbardo cambió la forma en que entendemos la maldad. Ya no parecía tan claro que se tratara de una característica intrínseca a la persona, sino que, independientemente de que haya individuos con más o menos escrúpulos o personas que tengan más o menos en cuenta el bienestar ajeno, la crueldad puede ser resultado de los efectos que tiene el entorno sobre nosotros y nosotras. No sé realmente si hay personas malas, lo que sí está claro es que hay personas que se han vuelto malas y a las que, como se dice popularmente, la «vida les ha hecho así». No se trata de analizar si un comportamiento malvado es justificable o no, no hablo de la responsabilidad invididual de cada cual ante las circunstancias ni el control que podemos tener sobre la presión que ejercen las circunstancias sobre nosotros. No todos los alemanes fueron nazis, ni todos los carceleros se comportaron con tanta crueldad en 1971. Tampoco podemos ser tan hipócritas de decir «a mí eso no me había pasado». Lo que Zimbardo demuestra es que todos y todas, dadas las circunstancias, nos podemos convertir en monstruos.
Tú también.
PD: A mis estudiantes les superflipa este estudio. Éxito seguro.
Hace tiempo que no cuento algo realmente personal por aquí: ha sido un día larguísimo, con sorpresa incluida. No sé si buena o mala, pero sorpresa. Ahora no puedo dejar de darle vueltas a la cabeza y quizá no voy a poder dormir. Tampoco puedo contar mucho más, por lo de las supersticiones y tal.
Por lo menos he conseguido la National 2, una tipografía que quería para mis presentaciones (las más bonitas de Mordor Septentrional, abajo una muestra, escrita en Grot12, sobre el origen del conocimiento). ¿Es una gilipollez? Sí. Pero como soy tan obsesivo, o era eso o ponerme a hacer cálculos de hipotecas con treinta y dos posibles variables en 4.000 futuros y catástrofes diferentes.
Si pudiera, estudiaba etología animal. Los orangutanes son criaturas fascinantes.
No puedo dejar de ver este vídeo en bucle. Se trata de un artesano japonés que se dedica a crear figuras de comida japonesa, la que ves en los escaparates de algunos restaurantes.
Me cuesta mucho escribir JAJAJAJA en un chat de WhatsApp. Me parece mucho más rápido escribir un emoji. Y ahora que se poner reacciones al mensaje directamente, ya no hay excusa. Eso sí, desde hace unos días no puedo dejar de pensar en un código de buenas prácticas que leí en Twitter a propósito de enviar mensajes o llamar a alguien por teléfono.
Los más importantes, de las que publicaron, son tres:
Si no quieres contestar, cuelga o no lo cojas y si eres tú el que está llamando, no insistas. Escribe un mensaje a continuación para decir qué querías y la otra persona ya te llamará o te escribirá, si quiere.
Si respondes con un mensaje de voz, se conciso. Y si lo recibes, no protestes: puede ser que la persona no tenga otro remedio o, yo qué sé, sea disléxica.
Si puedes escribir todo en un mensaje largo, en vez de en 18 mensajes de tres palabras, hazlo en uno largo: ¿tú sabes la cantidad de notificaciones que te ahorras y la paz mental que da al destinatario?
No cuesta nada usar bien el WhatsApp y el teléfono móvil.
Son las 21:22 del miércoles 16 de agosto y todavía estoy en el trabajo: estoy preparando una clase sobre la diferencia entre «certeza» y «verdad». El cacao maravillao que me estoy haciendo entre el inglés, el danés y el castellano es estupendo.
A ver si me entero: ¿qué más os dará a vosotros que haya maricones que optan por tomarse la #prep y que la Seguridad Social la financie? Os pregunto a vosotros, maricones, que me tenéis harto. ¿Qué más os da? ¿Me meto yo con los donuts que te metes entre pecho y espalda? ¿Te digo algo cuando vas a 150 km/h por la autopista arriesgando tu vida y la de los demás? ¿Y si te estampas y la sanidad pública ha de financiar tu respirador porque hemos tenido la mala suerte de que no te has matado? ¿Verdad que no? Pues cállate la boca, que tú y tu argumento sois tontísimos.
¿Y qué que la #prep sea financiada por la sanidad pública? Es la misma mierda de argumento que preguntarte por qué tengo que pagar yo un tratamiento de fertilidad o una carretera en Pontevedra. Que por muy maricón que seas no dejas de ser un homófobo: no me seas conservador y deja de meterte en lo que hace cada uno con su polla o con su culo o con lo que tenga, que pasas más tiempo pensando en los demás que en qué puedes hacer para dejar de ser imbécil.
¿Estás pensando que yo tomo #prep y por eso estoy soltando esta filípica? Te equivocas, es que simplemente me tenéis harto. Los maricones deberíamos haber aprendido lo tóxico que es ponerse a juzgar la vida sexual de los demás… y ya que nos ponemos te diré que es tóxico ponerse a juzgar la vida de los demás, a secas, sin «sexual».
La Seguridad Social financia la Prep. Sí. ¿Y qué?
Esta filípica la he soltado originalmente por Twitter y al final he decidido publicarla también aquí, que para eso éste es mi blog y me lo follo cuando quiero.
Scherlock y Wagstaff (2019) dicen que la exposición a imágenes de otras mujeres, especialmente si éstas son valoradas como físicamente atractivas, correlaciona negativamente con la satisfacción respecto del propio aspecto y la autoestima, lo que aumenta la probabilidad de la aparición de síntomas de tipo ansioso y depresivo. En otras palabras: las mujeres que pasan mucho tiempo en Instagram viendo fotos de otras mujeres consideradas bellas tienden a encontrarse peor, a estar más tristes y/o ansiosas y a pensar que valen menos y son menos atractivas.
Las autoras se preguntan, muy inteligentemente creo yo, si esto no es lo mismo de siempre; hace décadas que las mujeres están expuestas a imágenes de otras mujeres bellas de forma constante. Hay una diferencia, no obstante: mientras que las modelos se entienden como mujeres hasta cierto punto «extraordinarias» y «excepcionales», las fotos que ven en Instagram son de mujeres «normales y corrientes». E. d., mientras que la comparación con una modelo es difícil porque es un ser humano como de otro planeta, la comparación con estas mujeres «normales y corrientes» es más fácil. No es lo mismo compararse con una cantante que gana millones a espuertas que con la del gimnasio del barrio, que está muy buena y lo sabemos todos. Es precisamente ése el pensamiento que tiende a provocar los sentimientos negativos: «¿por qué ella sí está buena y yo no?».
Para entender ésto, es útil leer a Liu et al. (2016), que ya dijeron que el uso de las redes sociales aumenta la tasa de comparación social, e. d., la frecuencia con la que nos valoramos a nosotros mismos tomando terceras personas como referencia y no por variables intrínsecas. Vienen a decir que no es lo mismo ser feliz porque algo me hace sentir bien, que serlo porque tengo más que los demás o porque he conseguido publicar una serie de fotos en Instagram sobre un viaje acojonante a las Seychelles o porque ésa ya no me puede mirar por encima del hombro.
Los efectos de estas comparaciones son más perniciosos cuando la gente que parece común y cercana y al mismo nivel socioeconómico que nosotras publica una foto en la que sale súper bien, parece que se ha tenido que gastar una pasta y se lo está pasando de agasajo. No digamos ya cuando publica una foto en el gimnasio con el hashtag #fitspiration (amalgama de estar «fit» e «inspiration», en inglés, o sea, «estar en forma» e «inspiración»). ¿Por qué esa (o ese) que ya está buenorra (o buenorro) necesita «inspirarse» para estar en forma? O sea, ¿no está contenta ya con tener unas piernas y unas tetas de la hostia, como para que encima nos esté restregando por el hocico al resto del mundo la cantidad de esfuerzo que dedica a estar buenorrísima (o buenorrísimo)? Es que luego me miro y pienso «qué gorda estoy». Y lo que es peor: «no solo estoy gorda, sino que además no hago nada por remediarlo», ya hemos caído en la trampa del «si quieres, puedes».
Vuelta al principio. ¿Instagram es malo? Sí. Usar Instagram mucho te va a venir del culo para la salud mental. Los datos que recogen Sherlock y Wagstaff sugieren lo siguiente y son muy claros: cuanto más tiempo pasas mirando fotos de Instagram, peor te sientes y más probabilidad habrá de que desarrolles algún tipo de trastorno de tipo ansioso. No es coña: pasar horas en Instagram te hace infeliz y te deprime. Las autoras, además, concluyen que estos efectos se observan más en mujeres jóvenes, pero no porque sean más vulnerables, sino porque usan Instagram más. O sea: la edad no te protege de los efectos perniciosos de esta red, es que eres más viejas y la usas menos. Ya está.
Ayer lo decía, no sabemos cuáles son los efectos a largo plazo del uso de estas redes sociales. Pero es que aunque haya evidencias de que nos está viniendo fatal todo esto, no sabemos cómo atajarlo. Igualito que fumar, ¿verdad?
REFERENCIAS
Liu, J., Li, C., Carcippolo, N. y North, N. (2016). Do our Facebook friends make us feel worse? A study of social comparison and emotion. Human Communication Research, 41, pp. 619-640
Sherlock, M., y Wagstaff, D. L. (2019). Exploring the relationship between frequency of Instagram use, exposure to idealized images, and psychological well-being in women. Psychology of Popular Media Culture, 8(4), pp. 482–490.