EL HUMOR EN LAS CLASES DE ELE ((ELE: español como lengua extranjera))
El otro día, en una clase de español para extranjeros, hicimos un simulacro de examen oral para el DELE ((DELE: Diploma de español como lengua extranjera, título oficial del Instituto Cervantes)), con jurado y todo. Les propuse responder a una pregunta a cada uno, a traición, sin preparar: ¿Crees que el fútbol desahoga a los aficionados? ¿Por qué los seguidores de ciertos deportes son más violentos que otros?, y demás preguntas por el estilo. Ellos respondían y los demás valoraban los resultados de la entrevista, antes de dar yo mi veredicto, centrado en errores frecuentes y en trucos para mejorar la expresión y la estructura de las respuestas. Me sorprendieron los resultados por buenos, lo reconozco. Pero pensé en algo que sabía pero que olvido continuamente cuando doy clases: el humor es algo cultural. Los estudiantes de este grupo, que son capaces de comunicarse con fluidez y corrección, un gusto, oiga, dieron sus razones, contaron sus experiencias y pusieron comparaciones de todo tipo y eso que las preguntas estaban formuladas a mala leche y eran francamente difíciles. Pero alguno cometió un error: intentar ser gracioso. Y tuvimos un momento «matorral con forma de bola pasando por delante de nuestros ojos», e. d., reacción cero al chiste. Consecuentemente, les prohibí cualquier intento de hacer reír al examinador, que no hay cosa más terrible que una callada por respuesta a una gracia, no fuera que por eso les bajaran la nota, que hay mucho tribuno de tribunal muy ceporro y cree que no tener gracia significa no saber expresarse. Luego caí en la cuenta de la cantidad de veces que yo he intentado ser gracioso durante las clases y las risas sospechosas de estos años. ¡Qué vergüenza me doy!
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LA DICHOSA CORRECCIÓN POLÍTICA (Cortapega de Almudena Grandes)
Y ahora me vais a perdonar un cortapega que no tiene nada que ver con lo que he dicho antes, pero es que desde que lo he leído estaba que no vivía en mí de las ganas de colgar esto por aquí:
Así nos hemos hecho mayores. En la prosperidad económica y en la desoladora mediocridad de las ideas. En la autocomplacencia más ramplona y en una responsabilidad fronteriza con el miedo. Y entre tanto, la democracia española ha dejado de ser joven sin llegar a ser una verdadera democracia. Porque los españolitos de a pie son como los perros de Pavlov, aquellos que empezaban a salivar cuando oían el silbato que su cuidador tocaba siempre antes de darles de comer, y seguramente no sabrían ya explicar de qué tienen miedo, pero ante algunas palabras lo siguen teniendo. Y por eso, aquí no se formula jamás ninguna clase de pensamiento radical, y todos bailamos el decoroso minué de la tolerancia mientras nos guardamos para nosotros mismos las verdades que no conviene decir en voz alta, en un país donde la libertad de expresión está limitada por el rígido corsé de una corrección política que siempre es, y será, de derechas. Y todavía justificamos nuestra desmemoria riéndonos a coro de las normas de lo políticamente correcto que en otros países se aplican a aspectos mucho más triviales que aquellos que nosotros hemos enterrado con una sonrisa bobalicona unánime.
ALMUDENA GRANDES: Mercado de Barceló, Barcelona, 2003.
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