Dicen en EL PAÍS DIGITAL que:
Dos mujeres no podrán participar como costaleras en la procesión de Semana Santa de Córdoba porque su cofradía, la Hermandad de Nuestra Señora de los Dolores, se lo ha prohibido. El motivo, explican desde la organización, es el poco espacio bajo las faldas del paso: «Hay posturas con un acercamiento físico muy próximo que, si se vieran fuera, podrían decir que son posturas soeces», según palabras del hermano mayor de la cofradía, Manuel Herreros.
El obispo de Córdoba coincide con la cofradía en que no es conveniente que hombres y mujeres compartan el mismo espacio debajo de los pasos por las «situaciones incómodas» que se puedan producir.
Yo me pregunto cómo tienen que llevar a la pobre señora de los dolores –¿alguien ha probado a traducir los nombres como «Dolores», «Angustias» o «Pilar» a un extranjero?–, porque para que la postura fuera soez tendrían que acabar todos con un dolor de riñones que no te quiero ni contar. De todas formas, hay una tela que cubre a los costaleros, como parece ser que resulta, así que no sé quién va a mirar bajo las faldas, teniendo en cuenta que es un acto pío y de la más profunda religiosidad. Y para que se produzcan situaciones incómodas tienen que andar muy juntitos muy juntitos, lo que se solucionaría poniendo a las mujeres las últimas de la fila para evitar levantar algún tipo de pasión entre los costaleros, que digo yo que sí debe de ser muy incómodo el estar en plena procesión del santísimo entierro, con nuestro señor de cuerpo presente y tener el asunto erecto y lubricado, pero bueno.
Yo os puedo contar sin que se me caigan los anillos que cuando era joven y tenía poquitos dineros me apunté como costalero o arrastrador del Cristo de la Sandalia Sudorosa o ya no sé qué cristo era, que pagaban sus buenas siete u ocho mil pesetas y eso entonces era un potosí. Pues si yo tenía diecisiete o dieciocho años, estamos hablando del 1991, más o menos. Echad cuentas. Era una pasta gansa. Consistía el ejercicio en arrastrar la imagen por las calles de Valencia un viernes santo. El armatoste en cuestión arresulta de que llevaba un motorcillo para las luces, como un minigenerador o yo qué sé qué era, que yo de esas cosas no entiendo ni papa. Bajo las faldas del cristo había un hombretón sentado en una silla frente a un volante para que los giros no se complicaran. Éramos ocho arrastrando el paso y junto a cada uno de nosotros había un soldadito marchando en plan desfile soviético, jatetú pa qué coño hace falta un soldadito en una procesión religiosa. Detrás caminaba el cofrade mayor o lo que fuera o fuese, entre un cura y un soldadito de más rango que los anteriores. De repente oímos bajo las faldas una tos seca tipo atjooo, atjooo, atjooo y seguimos. Al rato, otra vez, atjooo, atjooo, atjooo… a la tercera serie de atjós, alguien decidió que pasaba algo, levantó la falda del cristo y salió un humo que ni el incendio del Windsor. Acto seguido, el cofrade mayor profirió algo así como
¡¡¡Cagondiós y la virgen, cagon la puta, que se nos quemaaa el cristo, cagondiós, que se nos quemaaa!!!
Con los pelos como escarpias, paramos el anda, me giro y el sacristán estaba desmayado en el suelo con la falda arremangá, las abuelitas estaban haciéndose cruces sales en ristre, las clavariesas estaban golpeándose las unas a las otras con la teja y los soldaditos jojorijó que te reirás, intentando mantener la compostura y no liarse a tiros con el personal, que habría sido lo suyo.
La cosa acabó como tenía que acabar, quicir, apagaron el motorcico, todos se recompusieron como buenamente tuvieron a bien y la cosa continuó sin más incidentes, claro que el cagondiosytodoslossantos del cofrade mayor fue –y sigue siendo– muy celebrado entre el grupo de amigos que arrastramos al Cristo del Santo Prepucio aquel viernes santo.
En fin, que la semana santa no es lo que era.
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