Cuando llegué ayer por la tarde a Valencia estaba de mala hostia, de muy mala hostia. Tuve que llamar a una persona para desahogarme. Y vive dios –con minúscula– que lo hice: “Oye, que te llamo para desahogarme: letra china, cabeza de cerdo, rayo, bomba con la mecha encendida, espiral, etc.”. Cuando estoy en esa situación me da por gastarme el dinero en cosas que no necesito o que no tenía planeado comprar, como a cualquier hijo de vecino. Casi siempre se trata de libros, aunque quede repelente, pero es una cuestión de economía y conciencia.
Para los que no conozcáis Valencia, frente a la Estación del Norte está la librería Soriano, que tiene un buen surtido de libros pero ahora está de capa caída. Lo que me viene estupendamente porque se puede echar un ojo a los libros sin que absolutamente nadie te moleste, y cuando digo nadie es nadie. Total, que me fui a la sección de bolsillo, vi los de Cátedra, los blancos, y en la primera mirada encontré La educación sentimental. Y como no lo he leído, allá que voy a pagar y me salí igual de frustrado pero con un libro bajo el brazo. Nada más y nada menos que de Flaubert, que queda cultureta. A mi mal humor siempre le he sacado bastante partido literario, de hecho tengo que confesar que gracias a él conocí a dos autoras cuyo nombre no voy a mentar aquí por vergüenza y puntualizo que ambas son inglesas; estoy por pensar que me da por los novelones, pero no: todavía recuerdo el tocho que me tragué de ciencia-ficción soviética por una mala mañana en el trabajo, que aún me duele la garganta cuando lo pienso. Sigo con el episodio.
Subí al autobús y aproveché para darle una miradita a la introducción, eso que debería saltarme tantas veces y que otras tantas no sirve para nada, pues ahí yo, buscando desesperadamente algo en que concentrarme. Y la primera, en la frente:
El descubrimiento de la imprenta a mediados del siglo XV fue el comienzo de una nueva era en la historia de la humanidad.
Me pareció mucho remontarse para ser una introducción a Flaubert. Tengo por ahí una edición de Madame Bovary de la misma editorial pero no me he molestado en buscar si también era Germán Palacios el que hablaba al principio ((Ahora que he buscado la imagen para colgar en el post compruebo que, bajo el título, aparece claramente el nombre del editor.)). Recuerdo, no obstante, que la leí del todo aunque nunca he sentido especial predilección por leer las introducciones. Durante mis años de facultad, años hace de aquello, sí me las leía, por obligación, necesidad o como queráis llamarlo. Eran ediciones dirigidas a estudiantes de filología, porque dudo que cualquiera tenga ahora la tentación de ponerse a leer en la piscina el Rimado de Palacio, que son varios miles de versos en cuaderna vía sobre los pecados capitales, las virtudes cardinales y demás cuestiones de vital importancia en el siglo XIV, vamos, de plena actualidad en nuestro siglo. O el Libro de Buen Amor, que recuerdo que me gustaba aquello de las peras, las manzanas y las dulces avellanas, y es que siempre le he tenido manía al Conde Lucanor y además confieso que Berceo me aburría soberanamente. Cuando estás en pleno ajo de la literatura medieval y la de los siglos de oro, que reconozco que me empalaga, llegas a apreciar algunos libros por comparación. A buenas horas me tragaba yo eso ahora. Al Rimado me refiero. Ni jarto de vino. Claro que era otra situación y leía los libros para pasar un examen. Y ya no sé por qué decía esto.
Ahora leo las introducciones a veces. Si es una obra, pongamos, de Jane Austen, de la que he leído casi todo, me las salto. Cuando leí Jane Eyre, por ejemplo, pasé antes por el prólogo del editor. No me sirvió de mucho, pero no me pareció mal del todo: daba poca información, casi todo biografía. Hace años que leí Madame Bovary y al autor lo tengo en el baúl, así que el primer impulso fue meterme de lleno, pero al leer los primeros párrafos, ver que tengo que pasar 56 páginas de introducción y comprobar que no estoy muy jotero que digamos, pasuve, apartuve el libro y me dispusuve a esperar a una persona para meternos de lleno en el maravilloso mundo del acusativo alemán y cómo hacer que los estudiantes de primer curso de Escuela Oficial de Idiomas no se corten las venas al llegar a la lección tercera, que no es moco de pavo, todo sea dicho.
Me he vuelto a ir del tema por completo, como es habitual. Pues eso. Que cuando me dan las compras compulsivas no me voy a Zara o similares, sino a FNAC o a París Valencia, soluciono la papeleta en menos de diez minutos y me suelo gastar unos 18 euros, lo tengo calculado, así que me sale barato. Son igualmente compras compulsivas, pero parece que no da tanto resquemor porque son libros –lo cual convierte el asunto en una compra compulsiva ilustrada–, el gasto no es tanto y mi imagen no sufre de la misma manera que la de aquellos a los que les da por ir a la peluquería, que haberlos, haylos.
Y termino con tres preguntas:
- Cuando os da por las compras compulsivas, ¿dónde os fundís la visa?
- ¿Os leéis las introducciones?
- ¿Qué leéis cuando se os tuerce el día?
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