¿Habéis visto el programa ése en el que a una persona con complejos –por tener la nariz grande, los dientes separados o por unas arrugas alrededor de la boca– la mandan a un lugar a medio camino entre hotel de montaña y centro de torturas para, agujas y martillos mediante, renovarle el aspecto? ¿No? Pues yo sí. No es que lo haya visto entero, pero lo suficiente como para saciar mi sed de morbo. Ya no digo que denigren a la persona porque ésta se rebaje a mercancía de espectáculo y cosas así, no, que no hace falta irse muy lejos. Empezamos por la de veces que dicen de la candidata que es simple y llanamente fea –y usan esa palabra, con sus tres letras–, que poco les falta para escupirle a la cara y gritar que es un monstruo inmundo. Yo les propongo a los cerebros del programa que habiliten convenientemente una pasarela para la sección de humillación pública y respetable escarnio, previa al paso por los quirófanos, claro, que consistiría en que el público presente en el estudio grite lo fea que es, le lancen tomates y le peguen patadas en la cara para que no haya marcha atrás y la candidata no tenga más remedio que someterse a diez operaciones y la susodicha, llorando que te llorarás, suplicando de rodillas que quiere ingresar en el proceso de rehabilitación estética del programa, que parece más bien que se trate de un amarujamiento controlado, porque la chica que vi ayer entró con una napia de tres pares de ídem –todo sea dicho, era una nariz superlativa, aunque más grandes las he visto, y aunque no fuera grande, cada cual tiene derecho a tener los complejos que le salgan del arco del triunfo–, lo dicho, entró con una nariz enorme y salió con una nariz mediana y con veinte años de más, que la pobre parecía que había presidido recientemente una convención de escritoras americanas. Y a ésta no le pusieron dos morcillas por labios, que también las hay, o unos piños que ni el mismísimo tiburón de la película de Spielberg. Y digo yo que además del seguimiento psicológico –que hay que ver a la psicóloga, que parece salida de los Monster, una especie de Sara Montiel voluntaria con mechas color caoba y más silicona en la cara que las tetas de cualquier presentadora– también podrían pedirle opinión a la candidata y así se evitarían el trago que supone tener que decir: «Si, es que entré para hacerme guapa y salí hecha toda una mari, pelo de coliflor incluido, con dos longanizas en la boca y sin poder pronunciar las eses.» Y no me meto en la cuestión moral porque ahí cada cual puede hacer de su capa un sayo y hacer lo que le rote, que no voy a decir yo que si es denigrante, porque si a mí me pagaran equis dinero –cantidad negociable, claro– por insultarme o hacer el imbécil en la televisión, operarme de la nariz o amputarme la esquina de las orejas, aceptaría, que cada uno se pone el precio que considera. He decidido que voy a convencer a mis familiares y amigos para que me envíen al programa, que voy a ponerme silicona en los pectorales –hay que joderse, pero uno se puede poner silicona en los pectorales para ser un musculitos– y ya de paso me pongan cuarta y mitad de bíceps, me quiten las lorzas –liposucción, claro, que ponerme a dieta ya lo puedo hacer en casa–, me fotodepilen desde la frente a la punta del dedo gordo y me hagan la pedicura con radial, ya puestos. No continúo porque a estas horas todavía hay niños navegando y me pueden llamar la atención.
Vamos a proceder al cambio radical del perro Manolo.
Como verán en la foto, Manolo es un perro triste, le falta seguridad en sí mismo, tiene una mirada vacía, no se atreve a salir a la calle y teme por sus relaciones sociales. Conviene reducir el tamaño de los pabellones auditivos, perfilar el hocico, hacerle una liposucción en la papada, perfilar su sonrisa y darle un color a su pelo más actual, acorde con el perro moderno y actual que él desea. He aquí el resultado:
Por fin, el perro Manolo ya puede salir con la cabeza bien alta a la calle.
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