Mil disculpas por mi ausencia estos días, entre idas y venidas, el eclipse, la bicicleta y los petardos no he tenido tiempo de pasarme por aquí, ni por allí, ni por vuestras respectivas cibercasas, así que, repito, mil perdones. Hoy he ido a la mascletà con Yago y Sihaya –ya los habéis visto por aquí alguna vez–, he hecho algunas fotos del antes y el después con el móvil –las podéis ver abajo–, ha sido mi primer acto fallero de la temporada 2007.
Entre tanto petardo, me he metido otra vez con Yukio Mishima. Ahora ando con Nieve de primavera, que es más largo que los otros que ya llevo leídos –de hecho es el primero de una tetralogía–, ya conocía El marino que perdió la gracia del mar, El rumor del oleaje –ambos en Alianza– y «La perla» y otros cuentos –Siruela–, los tres bastante ligeritos y breves, pero pata negra.
El primero, El marino que perdió la gracia del mar, es uno de los libros más sorprendentes que he leído. Es una novela no muy densa, se lee rápidamente y tiene pocos personajes, lo que, tratándose de un autor japonés, es toda una ventaja, entre otras cosas porque me cuesta mucho asociar a los personajes con sus correspondientes nombres, no son Pepita, Julianín y la Charito, sino que todos recuerdan a diferentes variedades de sushi y demás manjares. Y ya que estamos, aprovecho para recomendaros los pastelitos japoneses de té verde con masa de judías, que son alucinantes. Bueno, lo que decía de la novela, es bastante sencilla, está ambientada en Japón tras la Segunda Guerra Mundial y todo es bastante suave,… hasta la última página. En ese momento toda la novela, repito, toda, desde la primera palabra, cambia por completo. Y no digo que el narrador se haya guardado un as en la manga al estilo de Stephen King o de las películas de misterio, sino que el desenlace, que llega en las últimas líneas, es completamente honesto y encaja a la perfección en el argumento. Quizá sea el final más negro y abrumador que yo haya leído.
El rumor del oleaje es una historia de amor ambientada en una isla japonesa –creo recordar que en los años cincuenta, pero es lo de menos–: un joven pobre de solemnidad, que tiene que mantener a su madre y a su hermano, se queda coladito perdido de la hija de un naviero absolutamente forrado. Sé que puede tirar para atrás porque tiene pinta de ser un pastelón no apto para diabéticos, pero no hay razón para alarmarse. No es una tragedia con coros y tampoco hay llanto desgarrado, es, quizá, seco para ser una novela de amor. Me llamó la atención por “objetivo”, con muchas comillas. Para mí, la tranquilidad de la islita, la estampa de los marineros japoneses y el rumor del oleaje, que se puede oír a las quince páginas de empezar, estupendo título, es lo que le da la serenidad, no la relación entre los enamorados. Insisto, me dio muy buen rollo sin ser almíbar.
En “La perla” y otros cuentos hay de todo un poco, como en todas las recopilaciones. La muerte acampa por todas las páginas, eso sí, y las narraciones son bastante crudas –excepto la sorprendente “Los siete puentes”, bastante extraña– y cuentan diferentes muertes y las reacciones que éstas provocan en las personas que sobreviven a los difuntos. Repito, hay variedad, pero no son los cuentos que yo leería en un mal momento. Avisados estáis.
Yukio Mishima –cuyo primer nombre fue Kimitake Hiraoka–, fue rechazado por el ejército durante la Segunda Guerra Mundial por padecer tuberculosis –si he entendido bien la palabra pleurisy–, diagnosticada en la base de Nakajima. Algunos dicen que esta humillación –¿?– fue la que le condicionó posteriormente hasta convertirse en un defensor de la forma de vida de los japoneses, sus costumbres e incluso su forma de gobierno, el imperio. Yo creo que todo es bastante más fácil: él acudió a la llamada a filas y punto y su educación, su fascinación por la literatura medieval japonesa y el hecho de que procedía de una familia de campanillas hicieron el resto. También los hay que dicen que era un misógino –lo que dudo, sinceramente– o que era homosexual –la misma historia de siempre, como si eso tuviera algo que ver con el talento, porque a mí no es que me parezcan muy gays los textos de este autor, más gay me parecen Jane Austen o Zola y no se les somete a juicio sumarísimo–, la cuestión es que todo el mundo quiere encontrar una razón objetiva y razonable a algo que no tiene por qué tenerla: yo creo que era muy conservador –y no le demos más vueltas– y la memoria RAM no le funcionaba especialmente bien, vamos, que estaba como una regadera, de hecho, terminó haciéndose un tajo en el estómago, algo a lo que los japoneses llaman con nombre de rollo de pepino y sésamo con alga de sabor fuerte: harakiri.
Y todo este rollo para deciros que soy fan de Mishima, que puestos a buscarle el tercer pie y a riesgo de que me digáis que es un chascarrillo facilón, que lo es, tiene apellido de bomba.
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Durante la mascletá: había un porrón de gente.
A punto de terminar, el panorama de la plaza desde donde yo estaba. Sé que la cámara no es muy buena, pero observad el cambio de luz y el mogollón de humo de los petardos. A la derecha, detrás de la farola, la grúa montando la falla municipal.
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