Esto es fruto de mi conocimiento de la sociedad alemana y está inspirado en cierto post sobre Australia.
El otro día, hablando con un alumno, tuve un encontronazo de lo más desagradable. Me preguntó si me iba a quedar en la empresa a comer y yo contesté que no, que tenía que volver a Valencia para otra clase. Él puso en duda la respuesta con un sí, sí. Yo le dije que, efectivamente, tenía que volver a Valencia y él, otra vez, sí, sí. Después de varios sí, sí, me puse verde y le dije que, en España, la ironía era bastante mal recibida y que yendo a la alemana por estos lares iba a encontrarse con alguna dificultad y con más de uno que pensara que es un imbécil de remate.
Y es que los alemanes siguen pensando que la mejor manera de hacer las cosas es la suya. Y no digo que en muchas ocasiones no sea así, que lo es, a la vista está, pero las relaciones sociales no son lo mismo que diseñar un motor de chorrocientas yeguas desbocadas: las relaciones sociales se basan en estándares arbitrarios, que son diferentes según el lugar en el que te encuentres. Lo que es aceptable en Alemania puede no serlo aquí –como la «fina» ironía alemana– y viceversa. Pero es que los alemanes son especialistas en eso de abrirse a nuevas culturas de boquilla y pretender imponernos el Sauerkraut como el non plus ultra de la comida sana.
¿No os habéis encontrado a un alemán que os haya dicho que la comida española es muy grasienta? Sí, compañeros, los alemanes piensan eso. Es que la Bockwurst debe de ser de régimen y el pan de semillas –que comen para compensar la falta de fibra en el resto de su dieta, y es que no ven un puerro ni una alcachofa en toda su vida– es de lo más recomendable para nosotros, obesos españoles que comemos tocino a modo de resopón, antes de irnos a dormir. Y luego ¿qué me decís de la comparación del gazpacho con el codillo? Obvio, sale ganando el segundo, es mucho más sano, dónde va a parar, con su calorías que se cuentan de cinco en cinco dígitos. Y que cenamos demasiado tarde y en demasiada cantidad, que luego se tenemos pesadillas. De hecho, todos los españoles vemos con horror el momento de irnos a la cama, todas y cada una de nuestras noches pasamos un infierno provocado por la grasa del filete de tocino que nos hemos metido entre pecho y espalda a las diez de la noche. Freddy Krüger era, en esencia, español, como Íñigo Montoya, pero no dormía siesta porque estaba europeizado.
Porque la siesta es pecado mortal donde los haya. ¿Qué mayor placer que salir de compras un quince de julio a las tres de la tarde? O hacer deporte. O lavar el coche. ¡Qué desperdicio de tiempo, señor, con la de cosas que hay que hacer y el poco tiempo que nos dejan nuestros miserables puestos de trabajo, esos que no vemos de lo vagos que somos por aquello de las fiestas religiosas, porque en Alemania, la ascensión es día festivo, pero como tiene algo de heroico, místico y republicano pues es aceptable, o la celebración del pentecostés, fiesta laica donde las haya y de vital importancia para los alemanes.
Y conste que lo digo después de haber vivido allí y haber convivido con alemanes el tiempo suficiente como para conocerlos a fondo. Otra cosa son los individuos, sí, pero volvemos a aquello de que si el río lleva, agua suena, o algo así, no sé cómo era. Pero yo lo certifico: los alemanes tienen la cabeza cuadrada.
Los alemanes tienen la cabeza cuadrada
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