Esta semana no me llevaría ningún premio a la productividad o a la originalidad bloguera, de hecho voy a proceder a un copiaypega descarado –un copiaypega de lujo, eso sí–, pero es que ando lento y distraído. Anoche dormí fatal y me he levantado a las tantas, así que hoy no estoy en condiciones de contribuir a la buena marcha del país con mis sesudas reflexiones –debería haber puesto comillas a lo de “sesudas”–, que de algo tendría que servirme esta cabeza que dios –con minúscula– me ha dado.
Del Maestro –éste sí se merece la mayúscula– ya hablé en una ocasión, pero cada vez que leo algo de él tengo que quitarme el sombrero. La hoja roja es la séptima novela de Miguel Delibes y una de las más divertidas. Fue publicada el año 1959 y empieza con la ceremonia de jubilación de Don Eloy después de treinta y cinco años de servicio en el ayuntamiento de la ciudad. Don Eloy está huérfano de familia y cuenta con Desi, la sirvienta, una chica de pueblo, analfabeta al principio, inculta, sensata con el tiempo y muy divertida.
El estilo es directo, castellanísimo y absolutamente perfecto, fácil de leer y tan absorbente que, a las quince páginas, llegas a imaginarte la voz del narrador. Dicen que es una novela existencialista, cosa que, francamente, me la suda, por decirlo finamente.
Aquí una muestra del Genio –con mayúscula–:
Al poco de llegar, la chica [Desi] le dijo al viejo: “Daría dos dedos de la mano por aprender a leer, ya ve”. Entonces el señorito [Don Eloy] rompió a reír y dijo: “Hija, eso no cuesta dinero”. Y se puso a la tarea. Pero la muchacha era roma y de lento discurso y necesitó un año y cinco meses y siete días para dominar el abecedario sin una vacilación. Y una tarde, de pronto, el endiablado mundo de las letras, que ella consideraba definitivamente sometido, se amplió hasta lo inverosímil. Le preguntó recelosa: “¿Es cierto que esto también es una eme, señorito?”. “Claro, Desi –respondió pacientemente el viejo–. La eme mayúscula.” “¿Cómo dijo?”, inquirió la chica. “Ma-yús-cula, hija”, repitió el viejo. La muchacha se enojó como si le hubieran jugado una mala pasada: “¿Y eso qué es, si puede saberse?”. Y el señorito le explicó que las mayúsculas eran algo así como los trajes de fiesta de las letras, pero la Desi, la muchacha, porfió que para qué demontre requerían las letras traje de fiesta y él respondió que para escribir palabras importantes como, por ejemplo, “Desi” y, ante esto, la chica se palmeó el muslo sonoramente, como cada vez que reía recio, y dijo: “No empiece usted con sus pitorreos”. Pero estaba decidida a leer o morir en el empeño y, en los últimos dos meses, el señorito consiguió que deletrease los gruesos y entintados titulares del diario.
Cada tarde le decía: “¿Qué dice aquí, hija?”. Ella adelantaba su cerril rostro enrojecido, se mordía la punta de la lengua y, firmemente, sus agrietados labios balbucían: “Fran – co – vi – si – ta – un – sal – to – de – a – gua – en – Lé – ri – da”. Le miraba arrogante y jactanciosa, como si acabara de ejecutar una acción heroica, pero el viejo no le daba tregua para evitar que se enfriase: “¿Y aquí, hija? ¿Qué dice aquí?”. La chica bajaba la vista. Enrojecía. Se arrancaba, al cabo, tras una breve vacilación: “Los – nie – tos – del – Cau – di – llo – pa – sa – dos – por – el – man – to – de – la – vir – gen – del – Pi – lar”. Al concluir, alzaba de golpe la negra cabeza y soltaba una risotada: “¡Ay, madre, si la Silvina me viera!”, decía.
PD: ¿Qué os parece la portada de la revista «Christian Yachtsman»?
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